VOCES DE LA EMIGRACIÓN GALLEGA: BIOGRAFÍAS
BIOGRAFÍAS
por José Losada
por José Losada
QUE SABEN DISO
OS QUE NUNCA SAIRON DE GALICIA? QUE SABEN O QUE E UN EMIGRANTE? PODEN TER LIDO MOITAS BIOGRAFIAS DE HOMES FAMOSOS PERO NON PODEN SOSPEITAR A
RIQUEZA BIOGRAFICA DUN EMIGRANTE, CALQUER EMIGRANTE, AS SILENZOSAS AVENTURAS DE
QUE FOI CAPAS UN DISTES, OS APRETOS DE ORDE ESPRITOAL A QUE SE VEU SOMETIDO,
SOIO, DE PORTEIRO NUNHA CASA DE DEPARTAMENTOS, DE MINEIRO O PE DOS ANDES, DE CAMIONEIRO, EN MOITOS
OFICIOS EXERCIDOS EN TERRA DESCOÑECIDA, TENDO QUE DEPRENDELO SEN APOIO DE
NINGUEN, RIVALIZANDO CON EMIGRACIOS EUROPEAS MELLOR PREPARADAS, VENCENDOAS A
FORZA DE TRABALLO ARREO E INTELIXENCIA.
LUIS SEOANE
I. En estos tiempos que nos ha tocado vivir, en los que cada día recibimos un diluvio de noticias, parte de las cuales sabemos de antemano que serán falsas y la mayoría, efímeras, similares a los fuegos de artificio que llenan de ruido y luz el cielo apenas un segundo y luego desaparecen, es muy importante que aprendamos a distinguir las que son verdaderamente relevantes, las que nos ponen en contacto con movimientos sociales o fenómenos perdurables y que, por ello, exigen una reflexión pausada. Continuamente conocemos nuevos sucesos relativos a las migraciones: saltos de vallas fronterizas en los que los quienes los realizan, en lugar de esconderse, se muestran llenos de júbilo, como si para ellos acabase de terminar una pesadilla; barcos atestados de gente con los ojos cargados de desamparo; cadáveres de niños, como principitos que se han quedado dormidos contando las arenas de una playa desconocida. Todos nos impresionan, pero no son más que manifestaciones de algo que se repite desde el origen de la Humanidad. Me refiero a los movimientos humanos en masa, de cuya existencia en las épocas prehistóricas nos dan noticia la Arqueología y las más antiguas fuentes escritas.
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MUSEO KON TIKI. NORUEGA |
Búsqueda
de alimento, huida de los cambios climáticos, afán de dominación o,
simplemente, la miseria han sido causas de traslados a otras tierras con el
perenne deseo de mejorar. Cuando el mundo era un espacio a medias conocido e
ignorado, el descubrimiento de nuevos continentes propiciaba una colonización
siempre en perjuicio de los antiguos pobladores. Después, la Revolución
Industrial impuso caprichosas diferencias entre zonas necesitadas de mano de
obra y otras al límite de la supervivencia y que los habitantes de estas
últimas tuviesen que cruzar el mar para contribuir al enriquecimiento de las
primeras. Hoy, una extraña mezcla de conflictos políticos, guerras y contrastes
económicos perpetuados en el tiempo hacen que miles de personas arriesguen sus
vidas con tal de llegar al Primer Mundo.
Algunos
de los países que no hace mucho exportaban ingentes cantidades de mano de obra
ahora son los más audaces para, haciendo oídos sordos a cualquier tentación
humanitaria, establecer barreras, condenar al oprobio o devolver al caos a
quienes pugnan por ingresar en su territorio. Otros, que deben su construcción
como nación a la emigración masiva y plural que generó su actual riqueza, se
comportan con los inmigrantes como si se tratase de evitar la propagación de
una epidemia. Todo ello a pesar de que en muchos países las pirámides
demográficas muestran un notable envejecimiento de la población y de que cada
vía podemos presenciar consternados cómo algunos de aquellos que, pese a todo,
alcanzan la para ellos Tierra Prometida, terminan desempeñando los trabajos más
duros y peor pagados, a veces en condiciones inhumanas, en una exhibición de
cinismo empresarial difícil de soportar.
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WWW.ABC.ES |
Ni antes ni ahora
cerrar los ojos a la realidad e intentar impedir por la fuerza lo que ha
constituido una constante a lo largo de la historia, en lugar de encauzar y
aprovechar la potencialidad del fenómeno, ha dado resultado, aunque a corto
plazo proporcione beneficios electorales a quienes sostienen tan mezquina
postura.
II. Galicia no
podía ser una excepción. Ha pasado de ser proveedora de mano de obra a otros
países a receptora de emigrantes, cosa impensable no hace muchos años. La
profesora González Fernández, a la que se volverá a hacer alusión más adelante,
nos indica que hay constancia de movimientos migratorios desde Galicia ya desde
la Edad Media, si bien fue en el siglo XIX cuando se inició su apogeo, que
continuó durante casi todo el siglo siguiente; relaciona las primeras
migraciones con el sistema feudal y el crecimiento demográfico.
Florentino López Cuevillas
consideró en un artículo publicado en 1927 que los primeros emigrantes gallegos
fueron Ith y sus hombres, enviados por el padre del primero, Breogán, para
conquistar Irlanda. También situó a soldados gallegos entre las huestes de Aníbal. Así pues, habrían sido los hombres de
armas los primeros que abandonaron Galicia. Después vendrían otros destinos
geográficos y ocupaciones. Este autor opina que los gallegos, a diferencia de
otras comunidades españolas, cuando salen de su tierra solo confían en sus
cualidades para prosperar, lo cual cree que es muestra de un acendrado
individualismo; por eso no procuran la extensión de las riquezas de su patria,
sino que se conforman con una confianza ciega en el esfuerzo de sus brazos, la
inteligencia experta y la facilidad para la adaptación. Echa de menos que sean menos gallegos y más galleguistas.
Como ejemplo de
esas tempranas migraciones citaré a Fray Luis de Granada, nacido a principios
del siglo XVI, hijo de un panadero y una lavandera naturales de Sarria (Lugo) que se habían trasladado a la ciudad
andaluza poco después de su reconquista. Pese a que su padre falleció
prematuramente y ello condujo a su madre a
la mendicidad, Luis de Sarria (así se le llama en algunas fuentes)
destacó por su inteligencia y fue protegido por la nobleza, pudiendo
desarrollar una exitosa carrera en el mundo de las Letras.
En 1620 Pedro
Fernández de Castro, VII Conde de Lemos, publicó su obra “El Búho Gallego”,
cuya lectura nos muestra la escasa consideración de la que por entonces gozaban
los gallegos en España. El tordo vizcaíno (cada región aparece representada por
un ave distinta) echa en cara al pájaro galaico que se hubiese criado en los
pantanos de su tierra y que por ello ejercite los oficios más indecentes,
“limpiando letrinas y otras cosas asquerosas”, por la codicia de un real que se
les da. En otro momento de la obra se cita un dicho que, supongo, se utilizaba por entonces: “antes puto que
gallego”.
Así, asistimos a
continuos flujos en los que cambia el destino final de los gallegos pero que
obedecen a una misma realidad económica y demográfica. Unas veces, América del
Sur; otras, Europa central o las regiones más desarrolladas de España. Siempre
la emigración servía como válvula de escape contra la escasez de los recursos y
el excedente de mano de obra. Obviamente, esto es así en líneas generales, pues
había diferencias entre los que salían en dirección a Cuba o Argentina a fines
del siglo XIX y principios del XX, los que masivamente emigraron a Venezuela en
los años cincuenta de este último siglo y los que en las dos décadas siguientes
lo harían a Suiza, Alemania, Francia, Cataluña, Madrid y el País Vasco (por no
hablar de expatriaciones anteriores que son menos conocidas). La gran novedad
que trajo el siglo XX no es solamente que esos movimientos migratorios hacia el
exterior se detuviesen, sino que llegasen a invertirse, convirtiéndose Galicia
en receptora de población de otros
países.
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FOTOGRAFÍA DE ALBERTO MARTÍ |
Para quienes
paseen por las calles de sus pueblos y
ciudades no es ninguna novedad el
encuentro con personas de otras nacionalidades, especialmente latinoamericanos,
bien integradas en la sociedad gallega. Sin embargo, los que las recorríamos
hace cuarenta años notamos grandes diferencias.
Seguidamente, y sirviéndome de mi experiencia personal, intentaré
ponerlas de manifiesto.
Mi padre tenía tres
hermanas en América, respectivamente, en La Habana, en Buenos Aires y en Rosario de Santa Fe. De dos de ellas sé que habían emigrado antes
de 1920 y se habían casado con otros españoles a los que conocieron en su país
de destino. La diferencia entre ambas es que la que se estableció en Cuba no
tuvo descendencia y no volvió a pisar su Escairón natal, mientras que la que
llegó a Rosario sí tuvo una hija y volvió de visita en dos ocasiones antes de
su fallecimiento. A mi tía de La Habana
la visitó mi padre a principios de los años cincuenta cuando emigró a Venezuela
y, ya en los noventa, uno de mis hermanos hizo lo propio con ocasión de unas
vacaciones en el país caribeño. Entonces encontró a una anciana cuya memoria se
había debilitado y que por virtud de un pacto con el Estado había cedido su
vivienda a cambio de una plaza en una Residencia para la Tercera Edad. El
centro sufría grandes carencias de medicinas y productos de aseo y limpieza.
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PLAZA DE MAYO. BUENOS AIRES |
Cuando conocí a
mi tía “rosarina” su acento era tan pronunciado que la llamábamos “la tía vos”.
Había emigrado muy joven y, por lo que se veía, se había integrado
completamente en su nuevo país. Su marido fue inmigrante como ella; tuvieron
una hija, mi prima, a la que solo conozco por fotografía y que se casó con un
descendiente de italianos. Sus dos hijos, que visitaron España en busca de sus raíces,
llevan un sonoro apellido transalpino.
Respecto a la
tercera solamente sé su nombre y que falleció antes que su madre. No sé si tuvo
descendencia ni llegué a ver nunca una fotografía suya.
Por parte de mi
madre tenía dos tíos en Venezuela, concretamente en la ciudad de Valencia. Uno
de ellos no regresó nunca, solamente lo conocía por fotografía y recuerdo el
nombre de su esposa venezolana, que cuando era niño me parecía muy exótico
(Gladys). El otro fue más afortunado; se casó con una descendiente de
españoles, ocupó un puesto importante en un banco, su hijo estudió medicina en
los Estados Unidos y visitó España en
varias ocasiones. En la actualidad, ya octogenario y viudo, continúa viniendo
todos los años, creo que más por aliviar la situación que soporta en su país
adoptivo que por un sentimiento de nostalgia.
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CATEDRAL DE VALENCIA (VENEZUELA) |
La presencia de
la emigración no se limitaba al ambiente familiar. En el colegio de los
Escolapios, por entonces internado, tenía compañeros de clase cuyos padres
estaban trabajando en Suiza. Algún otro, que acababa de regresar con sus padres
de Alemania, tenía que soportar que le
llamasen “el alemán” y “Hitler”,
sin duda para “ayudarle” a adaptarse a su nueva situación. A veces la mayor
crueldad se esconde en las aulas.
Un vecino, que
había pasado unos años en Buenos Aires, conservaba una curiosa forma de hablar
en la que alternaba palabras castellanas y gallegas. Encontré su definición
perfecta cuando leí “Remuíño de sombras” de Xosé Neira Vilas: “lunfardo-gallego-castellano”.
Un amigo de mi padre, retornado de los Estados Unidos tras su jubilación, se transformó ante mis ojos y, con el paso de los años, fue abandonando sus indumentarias típicamente americanas para ir adoptando los atavíos (boina incluida) de sus paisanos que, eso sí, se seguían refiriendo a él como “Manolo el americano”. Se conoce que todavía recibía correspondencia de su anterior país de residencia porque solía regalarnos los sellos; por entonces la filatelia estaba más en boga que ahora.
Un amigo de mi padre, retornado de los Estados Unidos tras su jubilación, se transformó ante mis ojos y, con el paso de los años, fue abandonando sus indumentarias típicamente americanas para ir adoptando los atavíos (boina incluida) de sus paisanos que, eso sí, se seguían refiriendo a él como “Manolo el americano”. Se conoce que todavía recibía correspondencia de su anterior país de residencia porque solía regalarnos los sellos; por entonces la filatelia estaba más en boga que ahora.
Me acuerdo de
algunas tardes en las que ejercía de asesor ortográfico de mi madre mientras
escribía a su comadre en Buenos Aires. La Calle Condarco, aunque no la conocía,
era para mí un lugar familiar porque allí vivía una persona muy querida a la
que yo, en la breve oportunidad que se me ofrecía para mandarle un saludo,
insistía una y otra vez en pedirle que me trajese un sombrero mejicano. Al final
me conformaba son los sellos de correos que traían sus respuestas.
Otra de las
experiencias que viví fue la llegada de los emigrados que por una temporada
retornaban a su tierra tras varias décadas en otras lejanas. Ya mencioné
anteriormente a mi tía rosarina con su marcado acento; pero recuerdo otros
familiares más lejanos. Uno de ellos había emigrado a Nueva York y allí, casi
al borde de la jubilación, conoció a una mujer puertorriqueña con la que se
casó, pasando ambos sus últimos años en San Juan de Puerto Rico. La declaración
amorosa de David,- pronunciado a la americana-, a Sisita, así se llamaba ella,
rebosaba dulzura. Según les oí contar, él le dijo que eran ya mayores, no les
quedaba mucho tiempo y por eso no debían desaprovechar ni un minuto de
felicidad. Gracias a ellos conocía la importancia del Gobierno Federal de los
Estados Unidos cuando la isla se veía azotada por una tormenta tropical u otro
fenómeno natural y que por esa razón a los puertorriqueños no les atraía mucho
la idea de dejar de ser un Estado Asociado. David contaba también que en un viaje turístico a Cuba, cuando todavía
existía la Unión Soviética y un hijo de emigrante lucense (Fidel Castro)
gobernaba el país, bromeaba con los guías porque, pese a las bondades del régimen
comunista que se empeñaban en pregonar, el autobús que los transportaba era de
fabricación española. Supongo que con esto demostraba que, pese a los años
transcurridos y al cambio de sus costumbres, aún estaba orgulloso de su nación
de origen.
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LA HABANA |
De la misma isla
cuya capital es La Habana llegaron, a principios de los años setenta, un niño
de mi edad (Marco Antonio) y su familia originaria del sur de la provincia de
Lugo. Habían salido, literalmente, con lo puesto y, tras una breve estancia en
España, pudieron cumplir su sueño de viajar a Florida, donde aquel amigo con el
que compartí algunos domingos de juegos, se convirtió en un US Marine del que
no he vuelto a saber nada.
Quizá el
personaje más peculiar de este grupo de emigrantes que saco ahora del olvido
fuese un hermano de mi madrina. Tras largos años en Venezuela regresó un verano
para, según él, “levar a vaca ao boi”, es decir, para conseguir una pensión
española. Su transformación era completa; sus formas de hablar y de vestir, y
sus costumbres ya nada tenían que ver con las de su infancia. Hablaba con gran
lujo de detalles de aquella ocasión en la que, como en el tango, estuvo a una
cabeza de conseguir un premio en el hipódromo que hubiese cambiado su suerte.
Contaba que se había afiliado a un partido político y mostraba un documento
acreditativo de su participación como interventor electoral. Su locuacidad y
tendencia a la exageración, de la que hasta yo,- un niño por entonces-, me daba
cuenta, no podía ocultar que no había prosperado mucho, pues no había pasado de
trabajar como camarero.
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FUENTE DE SODA. VENEZUELA |
Me imagino que
historias idénticas o muy similares se contarán en los pueblos y ciudades de
origen de los inmigrantes que ahora me cruzo por las calles. Conozco casos de
hijos de emigrantes gallegos en Venezuela que, aprovechado la facilidad que esa
condición les otorga para conseguir la residencia y la nacionalidad, se
trasladan a España, no como un retorno a sus raíces sino como auténticos
extranjeros en la tierra de sus padres. O el de aquel otro que desde Argentina
volvió a vivir en la casa de sus antepasados para poder estar cerca de una
novia porteña de la que no quería separarse.
Recientemente,
mientras hacía cola en una farmacia, pude conocer el caso de una anciana con
una forma de hablar y acento inequívocamente venezolanos que se quejaba del
crudo invierno y de los problemas de salud que le causaba, dada su falta de
costumbre. Sin embargo, no era extranjera, sino natural de la misma localidad
en la que estaba; había pasado más de cincuenta años en Venezuela, de donde
había tenido que retornar debido a la crisis económica y a la inseguridad (se refirió a que su marido,
gallego como ella, había sido asesinado). Hablaba muy mal de los actuales
gobernantes. Cuando la vejez, el exilio, la desgracia y la emigración se alían sus efectos son muy
trágicos.
En el fondo, las
migraciones, aunque afecten a países diferentes o, como en el caso que nos
ocupa, inviertan sus flujos históricos, siempre terminan provocando mucho desarraigo,
desamparo y dolor.
“La realidad, la
nuestra, es un modo óntico significante fluido porque como el hontanar del
significado es indeterminado e ilimitado, da lugar a variadas líneas de
pensamiento y por tanto a diferentes versiones de la realidad; esta hace
significado y este realidad”.
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MERCEDES SOSA POR A. HEINRICH |
Esta cita del
antropólogo Carmelo Lisón Tolosana (“Teoría etnográfica de Galicia”) ilustra
este cambio de tendencia del que hablamos, que sin duda no será
definitivo. Con otras palabras, con el significado evocador y profundo que solo
la poesía puede darles, creo que expresa la misma idea la canción de Mercedes
Sosa “Todo cambia”: cambia el rumbo del caminante aunque esto le cause
daño… lo que cambió ayer tendrá que cambiar mañana… Pero no cambia mi amor por más
lejos que me encuentre, ni el recuerdo ni el dolor de mi pueblo y de mi gente”.
III. La tercera
parte de este acercamiento etnográfico a la emigración gallega surge tras la
lectura del artículo “De la aldea a América, apuntes sobre la emigración
gallega a Venezuela”, de la profesora Mª del Pilar González Fernández (Tiempo y
Espacio nº 65, enero-junio de 2016). Coincido con la autora, y lo
expuesto en el apartado anterior así intenta demostrarlo, en que la emigración es una parte esencial de la
cultura de Galicia. En su estudio divide en varias fases la diáspora
hacia Venezuela y sitúa como el de mayor afluencia el comprendido entre
1945 y 1965, concretando que a partir de 1953 fue el destino principal de
la emigración gallega. Ofrece dos datos muy significativos: entre 1952 y 1958
llegan 400.000 personas a un país de aproximadamente cinco millones de
habitantes. Entre 1953 y 1958 una de cada seis personas ceduladas era de
origen gallego. Aprovechando los distintos capítulos sobre los que estructura su
estudio (la decisión de emigrar; bitácoras de viaje, los puertos y los
barcos del éxodo; tierra a la vista, y primeros espacios de vinculación) ordenaré
la experiencia, recogida en largas y frecuentes conversaciones, de uno de esos
gallegos que llegó a Venezuela a mediados del siglo XX, mi padre.
En otras entradas
de este mismo blog he utilizado un gráfico que muestra la evolución de la
población de O Saviñao (Lugo) en el siglo XX. No es difícil imaginar la
efervescencia social que allí existía a mediados de la centuria.
Abundante mano de obra, gente joven deseosa de mejorar su situación, noticias
esperanzadoras que llegaban de Ultramar y vecinos y familiares que ya habían
dado el gran paso y contaban su experiencia en cartas que atravesaban el Océano
a diario. Todo se mezclaba para animar a una salida masiva a la búsqueda
de fortuna, sin reparar en cuán distante
y lejana era la Tierra Prometida.
Por entonces mi
padre ya había cumplido los treinta años y tenía abierta una zapatería con la
que se ganaba la vida. Estaba soltero y libre de obligaciones militares
(o, al menos, eso creía él; pero esa es otra historia). Cómo surgió en él
la idea de emigrar es algo sobre lo que nunca me habló; dado el ambiente que lo
rodeaba , más bien pienso que el razonamiento sería el contrario: ¿qué me
impide emigrar?
Sé que contactó
con un vecino que ya estaba establecido desde hacía algún tiempo en Caracas,
donde había llegado a ser copropietario de una fábrica de zapatos (“Alma
llanera”). Así pues, tenía trabajo y recibimiento asegurado; las dos
principales incertidumbres del emigrante estaban despejadas. Además, disponía
de dinero ahorrado para emprender el viaje de ida (me imagino que para
casi todos los emigrantes el de vuelta aparecía como finalidad última y culminación
de la aventura que emprendía, aunque luego no llegase a tener lugar).
Conocí otras
situaciones distintas. En Moaña (Pontevedra) supe de una gran finca en cuyo
origen, según me contaron, estaban los préstamos que se hacían a los emigrantes
para pagar el viaje a América. Normalmente se ponían como garantía las
propiedades del candidato, con la esperanza de que la fortuna le sonriese y
pudiese en poco tiempo saldar su deuda.
Que no solía ser así lo demostraban las
dimensiones de las propiedades del prestamista. Se formalizaba el préstamo bajo
la apariencia de la denominada venta con pacto de retro, que consistía en la
transmisión de la propiedad con una cláusula contractual en virtud de la que el
“vendedor” disponía de un plazo para
volver a adquirirla pagando un precio superior. Cualquier puede darse cuenta de
que se encubría un préstamo con interés usurario (prohibido por la Ley Azcárate
de 1908).
En definitiva,
para mi progenitor los problemas eran,
podríamos decir, logísticos: resultaba muy difícil encontrar pasaje en
los barcos que incesantemente transportaban gallegos hacia América. Un
pariente que tenía puesto fijo en la Plaza de Abastos de Vigo vino en su ayuda
y, por mediación de un sacerdote con
parroquia en uno de los barrios de las afueras de la ciudad, le consiguió un
pasaje en primera clase, pese a que lo pagó de segunda, con la
condición de hacer lo posible porque no se descubriese esa pequeña trampa por
la tripulación durante el viaje. La cosa no era tan fácil porque antes, como ahora, hay personas que
tienen un sexto sentido para detectar las diferencias sociales. De todos modos,
se esmeró en esa tarea, que facilitaba el hecho de que llevaba dos trajes
nuevos, encargados para la ocasión a un sastre de Escairón. Se trataba de un
buque de bandera francesa que hizo escala en las colonias antillanas y también en La Habana; allí pudo reunirse con su hermana
Ramona y de la que se entonces despidió
para siempre.
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PUERTO DE LA GUAIRA |
Por fin arribó a
Venezuela, me imagino que al puerto de La Guaira. Hasta allí se desplazó en
varias ocasiones a lo largo de su estancia para recibir a parientes y amigos
que le siguieron en la incesante marea humana que desbordaba Galicia. En una
ocasión, solamente por asomarse durante unos minutos para ver la llegada de un
barco, el sol potente de aquellas latitudes le produjo quemaduras en la piel de
la cara. Sobre las diferencias del clima que se encontró respecto a aquel en el
que se había criado volveremos más adelante.
Aunque mi padre
no sufrió penurias a su llegada, me
contaba que otros no tuvieron esa suerte. Me describía unos sórdidos
alojamientos en la terraza de un edificio que se dividía en habitaciones con un material semejante a un cartón rígido o
madera muy ligera que a duras penas soportaba la lluvia y constituía la primera
morada en Venezuela de muchos compatriotas. Otros ejemplos de míseras condiciones de vida a la llegada al
destino los encontramos en la novela ya citada de Xosé Neira Vilas.
Como dice la
profesora González Fernández, las relaciones de solidaridad surgían
naturalmente en esos primeros tiempos. Hace años, cuando estaba trabajando, me
sorprendió que un anciano desconocido se dirigiese a mí; me dijo que cuando
llegó a Caracas el primer dinero para establecerse se lo prestó mi padre
al que estaba muy agradecido por eso; añadió, con cierto orgullo, que se lo
había devuelto.
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CARACAS AÑOS CINCUENTA |
Puede que a algún
lector le parezca poco verosímil esta anécdota, aun sin saber que se produjo
casi sesenta años después del préstamo y casi a mil kilómetros del sur de la
provincia de Lugo del que los tres somos oriundos. Sin embargo, es real y se
explica por una circunstancia muy simple: mi nombre. La casualidad de que mi
segundo apellido coincida con el de mi padre y que lleve el nombre, muy
poco frecuente, de uno de mis abuelos y de uno de sus hijos, hacen que, aunque
no diga nada a los miles de tele operadores, funcionarios, repartidores y gente
de todo tipo que lo escucha o lee a lo largo de un año, el mensaje que
entraña sí pueda ser descifrado por algunas personas, poseedoras de los códigos
necesarios. Han de ser originarios de una zona muy determinada y, además,
nacidos en unas décadas muy concretas. Solo así pueden relacionar mi nombre con
el de personas que han conocido y dar lugar al fenómeno que acabo de describir.
Retomando el hilo
del relato y por lo que sé, no fue tan
cumplidor otro paisano en parecidas circunstancias al que conocí años después,
cuando regresó enriquecido a Escairón. Seguramente mi padre se habría
conformado con una muestra pública de agradecimiento, que no llegó a tener
lugar.
Los recién
llegados encontraban un país muy distinto al suyo. Para empezar, el clima.
Altas temperaturas que hacían muy penoso el trabajo, y lluvias
torrenciales repentinas contra las que las mujeres se descalzaban y llevaban
los zapatos en la mano para que no se estropeasen. Los venezolanos no creían que
en una lejana tierra, si se deja un cubo con agua a la intemperie durante una
noche de invierno, a la mañana siguiente se ha convertido en hielo.
Pero había más.
Por entonces Caracas era una gran capital en pleno desarrollo. En las casas
había electrodomésticos desconocidos y todo era más moderno que en Galicia. Mi
padre hablaba de la ruta panamericana, como ejemplo de la pujanza del país. Ahora
sé que esa gran obra iniciada en los
primeros decenios del siglo XX con idea de conectar el continente americano desde
Alaska hasta Argentina no pasa por Venezuela.
Los recién
llegados no podían beber vino, tal y como venían acostumbrados, porque, quizá
por efecto del clima, se les subía a la cabeza con más facilidad, viéndose
obligados a cambiar sus hábitos hacia la cerveza y el güisqui, que se consumían
fríos y no producían un efecto tan drástico.
¿Cómo se
adaptaban a tantos cambios? Supongo que la mayoría quedaban deslumbrados y su
tierra solía quedar en mal lugar en la comparación. Tuve referencia de una
conversación que terminó con una frase que destacaba que en Galicia ni tan
siquiera había helados.
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PLAZA O`LEARY. CARACAS |
A su llegada los
gallegos se encontraban con otros inmigrantes (canarios, italianos …) que
tenían sus mismas inquietudes; pero también con los naturales del país, con los
que el choque cultural era grande. Una de las circunstancias más llamativas
para mí, si lo comparamos con lo que les ocurría en otros países,
es la consideración social que tenían. Si en Argentina, como podremos ver en
otra ocasión, la masiva llegada de hijos de Galicia sin instrucción y sin más
oficio que el de agricultor dio lugar a
que desempeñasen los peores empleos e incluso a la creación de un tipo o
personaje en la narrativa y el teatro que les caracterizaba como ignorantes,
desconfiados y poco preocupados por su aspecto, en la Venezuela de hace sesenta
años no ocurría lo mismo. Me contaron que si había que pagar una multa de
tráfico, los mismos funcionarios encargados se dirigían a los extranjeros que
esperaban su turno y les ofrecían una rápida solución a su gestión, claro está,
ayudada por el pago de una propina; y que en los trabajos eran apreciados por
su laboriosidad (cierto compañero de mi padre, no precisamente europeo, solía
desparecer de la fábrica cuando cobraba su sueldo y no volvía hasta que se le
acababa el dinero, normalmente, pocos días después). Incluso, cuando se llegaba
a la situación de caos que acompañaba a los cambios de régimen, los pillajes se
dirigían especialmente a los negocios y viviendas de los inmigrantes,
suponiendo quizá los salteadores que allí era más probable obtener un buen
botín.
Sobre las
relaciones sociales de los emigrantes, la imagen que me transmitieron las
palabras de mi padre coincide con la que expone la autora del artículo antes citado. Se trata no solamente del
“efecto llamada” que hizo que tras él viajasen a Venezuela dos de sus hermanas;
se compartía vivienda con otros paisanos e incluso recuerdo haber visto
entrañables fotos de grupo tomadas con ocasión de la celebración de las fiestas
de Escairón. Los momentos de distensión y descanso eran compartidos con
familiares y amigos que ya lo eran en Galicia, lo que da idea de la formación
de una especie de cápsula en la que el paisanaje era el principal elemento
integrador. Quizá en parte esto era debido a un sentimiento de nostalgia, pero
también, sin duda, influían razones de seguridad y desconfianza en un país tan
distinto al suyo. Por ejemplo, a diferencia de lo que ocurría en su tierra, los
hombres solían hacer la compra porque creían que era peligroso que las mujeres
fuesen solas al mercado.
Vivió en el
Barrio El Silencio en Caracas. Recuerdo la dirección: Cañada de Luzón a Jesús.
Gracias a Google Maps he comprobado que en la actualidad existen esas calles, y
que la que las une se llama calle Florida. Se trataba de una casa
de varios pisos. La anécdota más graciosa de las que me contaba mi padre
ocurrió en ella. Había un loro que siempre estaba en el corredor, me imagino
que colocado en su percha. Por la razón que fuese, había consagrado su limitada
capacidad vocal a la pronunciación de insultos y palabras soeces. Cansado
de verse vituperado cada vez que entraba en su casa y tras comprobar que no
había moros en la costa, como suele decirse, mi padre lo arrojó por el
hueco de la escalera. Para su sorpresa, al día siguiente la dueña le pidió explicaciones
y le acusó públicamente de haber intentado matar a su querida y malhablada
mascota. Siempre pensó que había sido el animal parlante el que lo había
delatado.
Las jornadas de
trabajo eran amplias, sobre todo al acercarse las fechas navideñas,
cuando las ventas de zapato de señora eran mayores. Entonces llegaban a las
doce o incluso catorce horas diarias, sin dejar la banquilla ni para comer y
soportando altas temperaturas.
Del ocio me han
llegado de algunas actividades, normalmente realizadas en compañía de paisanos
y familiares: lucha libre, parque de atracciones, la excepcional asistencia a
un partido de un Real Madrid plagado de estrellas.
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ESTADIO OLÍMPICO DE CARACAS |
A su asistencia
al Lar Gallego de Caracas se refería con un orgullo cuya explicación solo
recientemente he descubierto. No se trataba tanto de aprovechar los beneficios
de protección social que desde hacía décadas caracterizaban a los Centros
Gallegos de América como del afán de reencontrarse con su gente y su cultura.
Me imagino que solamente quien sea o haya sido emigrante podrá
comprenderlo.
No tengo
constancia de esos espacios urbanos emblemáticos de los que habla la profesora
González Fernández y que servían de punto de reunión y referencia para los
gallegos que vivían en Caracas. Sí sé que la Plaza de Cataluña de
Barcelona cumplió esa función en una época y que los domingos
se llenaba de gallegos que iban a reencontrarse con sus paisanos e
intercambiar noticias y experiencias. Siempre me gustó pasear por las calles de
L’Hospitalet de Llobregat, con su abigarrada mezcla de bares, mesones y bodegas
en cuyos nombres se refleja la variada procedencia de sus habitantes. Así
sucedía cuando eran oriundos de las distintas regiones de España y lo mismo
ocurre cuando provienen de todos los rincones del planeta.
Por aquel entonces en Venezuela abundaban toda clase de empleos, sobre todo si se conocía un oficio. De las mujeres me consta que algunas se colocaban como empleadas de hogar. También había oportunidades para progresar; mi padre, que empezó siendo empleado de la fábrica de zapatos, con el paso de los años llegó a ser uno de sus propietarios. Algo similar ocurrió con otras personas que emigraron en parecida situación a él y que han sido aludidas con anterioridad. No obstante, no pasaba así en todos los casos. En el capítulo anterior evoqué el recuerdo de uno de ellos; y también hablé de los hermanos de mis padres que no volvieron nunca a su tierra, ni siquiera de visita. Me atrevo a afirmar que no fue por gusto.
Por aquel entonces en Venezuela abundaban toda clase de empleos, sobre todo si se conocía un oficio. De las mujeres me consta que algunas se colocaban como empleadas de hogar. También había oportunidades para progresar; mi padre, que empezó siendo empleado de la fábrica de zapatos, con el paso de los años llegó a ser uno de sus propietarios. Algo similar ocurrió con otras personas que emigraron en parecida situación a él y que han sido aludidas con anterioridad. No obstante, no pasaba así en todos los casos. En el capítulo anterior evoqué el recuerdo de uno de ellos; y también hablé de los hermanos de mis padres que no volvieron nunca a su tierra, ni siquiera de visita. Me atrevo a afirmar que no fue por gusto.
Un panorama tan
prometedor parecía difícil que llegase a tornarse oscuro. Sin embargo, lo hizo,
y fueron motivos políticos los que provocaron el cambio. El 23 de enero de
1958 el dictador Pérez Giménez fue derrocado y salió para un exilio
que terminó con su fallecimiento en España en 2001. La euforia del pueblo,
largamente reprimido, pronto se convirtió en disturbios y estos en pillaje al
que no fueron ajenos las casas y establecimientos de los extranjeros. De todo
ello me habló mi padre, que vio cómo se quemaba a dos policías dentro de un
coche, un intento de linchamiento y al que debió tocarle muy de cerca uno de
esos asaltos, aunque se mostraba más bien reservado al respecto. El resultado
fue el cambio de sus planes; abandonó su proyecto de contraer matrimonio en
Galicia para volver después a Venezuela y se decidió por el retorno definitivo.
Supongo que es
consustancial al emigrante retornado que quede constancia de que su
esfuerzo y sacrificio no fueron en vano. El protagonista de estos
recuerdos no fue una excepción; alhajado con sortija, reloj de oro y una
pluma Parker de último modelo, viajando por las sinuosas carreteras de su
tierra en un coche poco frecuente por entonces y mostrándose generoso (pagó las
duchas de los vestuarios del campo de fútbol de Escairón). Contrajo matrimonio
al poco de su regreso y las crónicas relatan una luna de miel en Madrid y
las Islas Canarias, con un viaje en avión que para mi madre resultó una
experiencia traumática que nunca más quiso volver a repetir.
Cuando yo nací,
cinco años después, ya no quedaba mucho de aquella actitud. Se había
establecido en Monforte de Lemos, reintegrándose sin esfuerzo en la vida
gallega, sin apenas vestigios de la venezolana. Alguna expresión o el
recuerdo de una frase acuñada por un compañero de trabajo y que él repetía
remedando su acento. Muchos años después, en una conversación con conocidos que
habían estado como él en Venezuela surgió la cuestión acerca de si estaban
dispuestos a volver aunque solo fuese “por ver cómo estaba aquello”. Mi padre
se quedó muy serio y afirmó rotundamente que él no tenía ningún interés ni
deseo al respecto. En aquel momento comencé a pensar que quizá no me había
contado todos los detalles de su etapa caraqueña.
Por tratarse de
recuerdos de conversaciones que escuche en mi niñez y juventud, no habiendo
tomado nota de lo que me contaban, es posible que involuntariamente falte a la
verdad en algunos datos o los haya trasladado de forma errónea. Pido disculpas
al lector por ello.
LAS VOZ GALLEGAS,SON DEBIDO A LAS ANGUSTIAS,HUMANAS,,LLEGANDO AL DELIRIO,LUCHANDO ENTRE LA CREATIVIDAD Y LA RAZON.
ResponderEliminarGracias por el comentario. Aprovecho la ocasión para ampliar algunos de las referencias que aparecen en la entrada. En la década de los años cincuenta del siglo pasado el Real Madrid ganó en dos ocasiones la Pequeña Copa del Mundo de Clubes; concretamente, en los años 1952 y 1956. El trofeo se disputaba en el Estadio Olímpico Universitario de Caracas, cuya foto ilustra el texto. Por la fecha y otros datos creo que lo más probable es que mi padre presenciase algún partido en la segunda edición citada, que se desarrolló entre los días 1 y 20 de julio de 1956. Los participantes fueron, además del vencedor,- que alineaba entre otros a Di Stefano-, el Porto, el Vasco da Gama y la Roma.
ResponderEliminarLa pluma estilográfica a la que hago referencia, que aún se conserva, es la Parker 61, un modelo que se comenzó a venderse en 1956, primero en los Estados Unidos y después en Europa. Su principal característica, hasta el punto de que en la actualidad no existen modelos similares, es su sistema de recarga por capilaridad. Como se ve en el anuncio que protagonizó William Holden, solamente era necesario colocarla en posición invertida en un tintero y, al poco tiempo, la tinta ocupaba el depósito. Fue fruto de una amplia investigación en la que se emplearon materiales por entonces sofisticados como el teflón.
Viendo el plano de Caracas pienso que acaso la calle en la que me dijo mi padre que vivía no estuviese en el Barrio El Silencio, aunque sí en las proximidades. Me gustaría que algún caraqueño o conocedor de la ciudad me lo aclarase.