EL HOMBRE INVISIBLE.Pesadillas en el laboratorio (II). El doble.

El anillo de Giges


Hace alrededor de dos mil cuatrocientos años, Platón ya concibió en el libro II de su República (359a-360d) una parábola del hombre invisible. Giges, pastor al servicio del rey tracio, se apodera de un misterioso anillo en la sima abierta por un terremoto durante una tempestad, como si fuese la cripta de un arcaico gigante cuyo cadáver yace dentro de un caballo de bronce. Giges juega con el anillo en una reunión de colegas y al darle la vuelta al engarce se percata de que sus compañeros pastores hablan de él como si estuviera ausente...

Consciente de los enormes poderes que le brinda la invisibilidad, Giges seduce a la reina y con su ayuda y la del anillo mata al rey, se apodera de sus tesoros y gobierna en mitad de los hombres “como si fuera un dios”.

La parábola sirve a Platón para plantear un tremendo dilema moral. Si hubiera dos anillos como el de Giges y diéramos uno al hombre honesto y otro al deshonesto, ¿no acabarían comportándose igual? 
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Obviamente, “el hombre injusto” tendría en sus manos un instrumento formidable para imponer el terror y la tiranía basada en miedo. Pero, ¿podría resistirse “el hombre justo” a la tentación de comportarse “como un dios” cogiendo lo que le apetezca sin pagarlo y moviéndose libérrimo por cualquier parte sin ser visto, favoreciendo a los amigos y vengándose impunemente de los enemigos si se le antoja?

Si existiera un hombre tan bueno que pudiendo hacer lo que le plazca sin temor al castigo, no lo hiciese, entonces, tal vez la gente hablaría bien de él en público. “Mira a Fulano, ¡pudiendo hacer sin miedo a sanción lo que le salga se comporta justamente!”. Hasta puede que le hicieran monumentos a Fulano –el hombre justo con el anillo de Giges- para halagarle o contenerle. Y hasta podrían celebrar procesiones en su honor… Pero…, en privado, la gente pensaría que el hombre que pudiendo obrar con absoluta libertad y sin cortapisas lo que desea, sea esto justo o injusto, sólo hace lo que debe es un memo, un idiota o un pusilánime.

Así somos, parece concluir Glaucón, el relator en la República platónica de la parábola de Giges. (Este Glaucón es hermano de Platón, lo cual nos hace pensar que el autor de la Politeia tiene mejor consideración del carácter humano.) Y Glaucón sostiene que todas las personas son injustas por naturaleza, ¡una perspectiva del ser humano muy poco halagüeña!, propia de una antropología moral más bien pesimista. De ella se deduce que, si nos comportamos bien en general, no es tanto porque amemos el bien, sino porque tememos el mal. Si obramos justamente, no es porque estemos enamorados de la Justicia, sino porque tememos los castigos que se nos imponen por delinquir o tememos las injusticias que otros puedan cometer sobre nosotros. Nos comportamos bien solo porque tememos convertirnos en víctimas de los delitos de los demás. Si pudiéramos volvernos “invisibles” a discreción, si pudiéramos volvernos con ello inmunes a la ley, todos seríamos delincuentes.

La fábula implica otros corolarios antropológicamente interesantes. Por ejemplo, que siempre deseamos incurrir en acciones contrarias a la ley o que cuando nadie nos mira resultamos éticamente peores, o del todo amorales. 

A mí no ha dejado de sorprenderme en los últimos años la poca atención que los psicólogos, tan interesados últimamente por la inteligencia emocional y por el papel que juegan las emociones en la educación y en el modo de existir humano, le den tan poca importancia a la vergüenza, emoción esta que presenta correlatos físicos como las distintas especies de pudor, tan visibles y mensurables físicamente como los síntomas del miedo. El papel de la vergüenza en la regulación del comportamiento social es obviamente decisivo, asociada al feed-back que provoca en nosotros la mirada ajena.

De la fábula de Giges también se sigue que el poder corrompe, y que si el poder es absoluto, corrompe absolutamente. El hombre incorruptible, sencillamente, no existe. Puede que Giges sea un buen tipo, pero sólo lo es porque no tiene el poder de actuar a su capricho, impunemente, o sea porque sin el anillo no es capaz de obrar lo que desea sin que de ello se sigan consecuencias negativas para él o los suyos. Fue un buen tipo hasta que tuvo que lidiar con el poder extraordinario del mágico anillo, que le convirtió en un tirano sin escrúpulos. La impotencia nos hace buenos y la potencia malos o, como diría Nietzsche, la voluntad de poder del hombre fuerte, sus nobles aptitudes naturales, le sitúan “más allá del bien y del mal”.

Como Sócrates o como H. G. Wells, pienso que Platón no consideró nunca la posibilidad de que los humanos pudieran actuar mal a sabiendas, salvo por enfermedad o locura, convencido como estaba de que el bien nos conviene y de que hay siempre razones para actuar con justicia.

Ser hombre es ser percibido


¿Conocía Herbert George Wells (1866-1946) la fábula de Giges cuando concibió su célebre novela The Invisible Man (1896)? Probablemente.

En la novela de Wells, la fuente del poder y del abuso del poder no es la magia como en la fábula platónica, sino la ciencia, o mejor dicho, su brazo armado y su herramienta transformadora: la técnica[1]. Y sin embargo el tema es próximo al de la parábola griega: los límites éticos, en este caso los de la ciencia, y la obligación del científico de actuar de forma ética usando con justicia el poder que le otorgan sus descubrimientos. El problema ético, como dictaminó Sócrates en el Cármides, es precisamente este: saber qué hacer con el saber.

Wells es menos pesimista que el Glaucón de la República platónica. Como equlibrado activista internacional del socialismo humanista nunca perdió la confianza en que la razón y el sentido común prevalecerían por encima de los egoísmos, las luchas económicas y los nacionalismos ciegos. ¡Y eso que le tocó presenciar dos guerras mundiales! Hubo entre sus contemporáneos quienes consideraron a Wells un nuevo Quijote. Los conflictos bélicos y sociales propios de su época no le hicieron refugiarse, como a tantos otros artistas e intelectuales, en la torre de marfil de su arte o de su vida privada. Al contrario, no dejará de denunciar las amenazas y males de su tiempo potenciando la creación de una conciencia común universal, tanto desde el lado teórico como desde el lado práctico. Organiza congresos internacionales de los que espera surjan instituciones y espacios donde los problemas de la humanidad se discutan, analicen y corrijan.

El Hombre Invisible puede que sea una de las obras más conocidas y traducidas de su autor. La figura de Griffin, el científico enloquecido por su obsesión y su descubrimiento, se ha convertido en un mito de la sociedad contemporánea popularizado por el cine. La novela puede ser descrita como una tragicomedia de acción en la que no falta la ironía, la caricatura de la sociedad victoriana rural y el humorismo. Algunas de sus peripecias tienen un carácter burlesco, satírico.

El albino Griffin acaba siendo sin duda un personaje trágico, maníaco, obsesivo-compulsivo, ególatra, colérico, violento…, lo que hoy llamamos un sociópata. Tal es su obsesión científica que no duda en robar a su propio padre, precipitando su muerte para satisfacer su ambición. “Robé a mi padre lo que tenía. El dinero no era suyo y se suicidió”, confiesa lacónicamente. Él mismo explica también que el esfuerzo de casi cuatro años de trabajo continuo le ha dejado incapacitado para experimentar cualquier sentimiento y que por eso, ya del todo insensible a la conmiseración y a la piedad: “No sentía en absoluto lástima por mi padre y lo consideré como la víctima de su tonto sentimentalismo”.

Hay mucho de idealismo romántico en esta denuncia. Griffin busca el poder; no la verdad, no la satisfacción que da el conocimiento. Para conseguir su objetivo no tiene el menor escrúpulo en usar drogas estimulantes. Así, cuando en el capítulo diecinueve charla con su antagonista, el científico cuerdo doctor Kemp, del que fue compañero en la universidad, rememora los años en que estaba entusiasmado con los problemas de la densidad óptica… “Ya sabes lo necios que somos cuando tenemos veintidós años”, dice el Hombre Invisible. Y añade: “¡Como si el saber procurara al hombre alguna satisfacción!”. Por tanto no es el saber lo que busca Griffin, sino el poder.

Pero se lleva una gran decepción. Al principio cree que la invisibilidad le concederá aptitudes irresistibles y una absoluta impunidad, pero acaba por convencerse de que un hombre invisible es algo menos que un fantasma, un absurdo y una caricatura de hombre. Percibe que no somos nada sin el concurso y el reconocimiento de los demás. La invisibilidad parece así un poder esencialmente maléfico, más útil para hacer el mal que para hacer el bien, pues no ofrece más que dos ventajas: Es útil para escapar y es útil para aproximarse. En una palabra, es particularmente útil para matar. Y es aquí donde el Hombre Invisible quiere sacar la mejor tajada con su invento. ¿Cómo? Estableciendo el Reinado del Terror. El Hombre Invisible puede tomar un pueblo y aterrorizarlo para dominarlo. Esta es su intención final: matar a todos cuanto desobedezcan sus órdenes y a todos aquellos que los defiendan.

Evidentemente, ha perdido el juicio, está loco, ya no es un ser humano, sino la imagen del egoísmo, como explica Kemp. El final trágico es el asesinato y la caza popular del asesino. Al Hombre Invisible le hiere de muerte un obrero, de un palazo. Las últimas palabras de Griffin piden piedad (esa misma que él mismo perdió del todo) mientras un grupo de hombres le patea salvajemente y, poco a poco, su cuerpo desnudo recupera la visibilidad, en la medida en que sus órganos van muriendo y su cuerpo va reapareciendo y cobrando forma como un despojo.

El epílogo es muy original: “De este modo termina la historia del inaudito y maligno experimento del Hombre Invisible”. Resulta que los tres manuscritos cifrados de Griffin, con las fórmulas que le permitieron convertirse en el Hombre Invisible, no se han perdido. Los atesora un vagabundo alcohólico convertido ahora en posadero, gracias a los latrocinios que hizo para su amo, el Hombre Invisible, al que sirvió voluntariamente y robó muy voluntariamente.  De vez en cuando disfruta pasando las hojas de los tres volúmenes y soñando despierto con que los descifra…

-Llenos de secretos –dice-. ¡Secretos magníficos! Una vez que haya conseguido descifrarlos… ¡Santo Dios! No haría lo que él hizo; haría… ¿quién sabe?

De modo que el anillo de Giges sigue oculto, intactos sus peligrosos poderes, en algún lugar del mundo.

Griffin no es el único egoísta de la historia de Wells. En el último capítulo, cuando Kemp es perseguido por el Hombre Invisible que quiere matarlo, su vecino de toda la vida, el señor Heelas, le niega el asilo en su villa: “No puede usted entrar! –dijo el señor Heelas echando el cerrojo-. ¡Lo lamento si viene [el Hombre Invisible] detrás de usted; pero no puede entrar!”. Las dudas sobre el egoísmo y la insolidaridad de la condición moral humana persisten, y esto ha hecho que algunos consideren El hombre invisible como la novela más amarga de Wells.

Magnífica ilustración de Juan Ros
Absoluta invisibilidad

Fredric Brown (1906 Cincinnati, 1972), campeón literario de cuentos supercortos y que también escribió excelentes novelas de ciencia ficción y misterio, dedica uno de sus relatos más breves al tema de la invisibilidad. El descubridor de la misma fue, según Brown, el embajador de Eduardo VII en la corte del sultán otomano Abd-el-Krin: Archivald Praeter. 

Praeter, un biólogo amateur, entusiasta autodidacta, experimentó con ratones y consiguió que inyectándoles una sustancia reactiva desaparecieran, aunque al cabo de unas horas reaparecían. Probó con dosis mayores y consiguió un periodo de invisibilidad de veinticuatro horas, pero las dosis mayores enfermaban al ratón. Advirtió que, si un cobaya moría durante un periodo de invisibilidad, reaparecía en el momento de la muerte.

Al fin, renunció a su cargo de embajador, despidió a sus sirvientes y probó consigo mismo. Comenzó con pequeñas dosis que le volvían invisible unos minutos. Comprobó que las dosis mayores que le volvían invisible veinticuatro horas también le enfermaban. La desnudez era esencial, pues la ropa no se volvía transparente.
Fredric Brown
Al contrario que el enloquecido Griffin de Wells, Praeter era un hombre honesto y de recursos económicos, y no pensó usar su invento para ningún crimen. Decidió volver a Inglaterra y ofrecerlo a su Majestad, donde podría ser empleado en acciones de espionaje o en la guerra.

Sin embargo Praeter era un hombre joven, y antes de eso decidió permitirse un capricho infiltrándose sin ser visto en el harén del Sultán. ¿Por qué no echarle un vistazo íntimo?  Se desnudó y se inyectó la máxima dosis tolerable. Traspasó la barrera de eunucos sin dificultad y pasó un día estupendo admirando la belleza de tantas y tan diversas beldades bañándose, jugando y ungiendo sus cuerpos con afeites y perfumes.

Una circasiana le atrajo especialmente. Si penetraba en su dormitorio por la noche podría seducirla en la oscuridad haciéndole creer que el sultán la visitaba. Cuando estuvo seguro de que la hermosa circasiana dormía, se acercó a su lecho a tientas. Pero nada más acariciarla –con toda delicadeza- ella despertó y gritó aterrorizada. (Praeter no sabía que el sultán jamás visitaba a sus esposas por la noche, sino que las hacía venir a sus propias habitaciones durante el día).

El gigantesco eunuco que vigilaba en la puerta entró como una bala y le sujetó de un brazo en la oscuridad. Lo primero que pensó fue que ahora sabía cuándo no servía para nada la invisibilidad: era completamente inútil en la oscuridad absoluta.

Lo último que Praeter escuchó fue el siseo de la cimitarra cayendo a peso sobre su cuello desnudo.

Nota
He usado la magnífica edición de El hombre invisible de la editorial Anaya (1984), que es traducción directa de la primera edición neoyorquina de 1897, con sus ilustraciones originales, y añade un estupendo Apéndice y una bibliografía de Wells.

Enlace a la primera parte de esta serie Pesadillas en el laboratorio (Frankenstein, La isla del Dr. Moreau y La máquina del tiempo):  http://anthropotopia.blogspot.com.es/2016/07/pesadillas-en-el-laboratorio.html
Enlace a la tercera parte, Dr.Jekyll y Mr. Hyde:http://anthropotopia.blogspot.com.es/2016/09/el-mito-del-doble-en-el-dr-jekyll-y-mr.html
Blade Runnerhttps://anthropotopia.blogspot.com.es/2016/09/androides-en-blade-runner-demasiado.html
Metrópolis:http://anthropotopia.blogspot.com.es/2016/10/metropolis-1927-pesadillas-en-el.html
Las locas del laboratorio: El papel pintado amarillo de Charlotte Perkins Gilmanhttp://anthropotopia.blogspot.com.es/2016/11/locas-en-el-laboratorio-el-papel.html




[1] La magia es al orden religioso, lo que la técnica es al orden científico, su implementación instrumental.

Comentarios

  1. Genial esta primera parte del doble, que compartirá El hombre invisible con Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Ya veremos cuántas concomitancias presentan una novela y otra. Me ha encantado la coda del relato de Brown. Enhorabuena al autor.

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  2. Pues... J.R.R. Tolkien tampoco inventó nada... mira que hacer que el objeto de maldad absoluta sea precisamente un anillo que vuelve invisible... También hay algo del razonamiento sobre el hombre justo y el hombre injusto y lo que harían con él: Sméagol mata a Deagol para hacerse con él, y finalmente se convierte en el terrible Gollum; Bilbo se siente tentado de matar a Gollum (ha encontrado su anillo por casualidad), pero siente pena. La decisión moral que toma en ese momento hace que los efectos del anillo sean menos terribles, como le explica Gandalf en la novela. Felicidades por la entrada.

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  3. María, es que la invisibilidad sirve sobre todo para hacer lo que nos daría vergüenza hacer si nos vieran. De entrada hay que estar des-nudo, cosa que, como demostró Bergamín, es etimológica y humanamente imposible. Sólo una bestia puede andar nuda. Gracias por el comentario.

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  4. Noticia interesante: parece ser que vamos a tener versión posmoderna e hipertecnológica del Hombre invisible para el año que viene. Estará interpretada por Johnny Depp y cabe imaginar que los efectos especiales nos mostrarán de una manera sorprendente la asombrosa transformación del protagonista gracias a sus audaces experimentos con el índice de refracción de la luz.

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  5. Estimado profesor Biedma: me ha gustado mucho esta entrada, su análisis del hombre invisible y las múltiples referencias a reflexiones éticas a las que se nos invita. Es un lujo poder leerlo.

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  6. ¡Un lujo, tener a vos por lectora, señora Perla! 😉😀.

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  7. Sobre la ética hay mucho que debatir y polemizar, muy apasionantes los asuntos que se comentan por aquí sobre el hombre y su historia.

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