Realismo pero utopía
Antropología y vida política
En ese andar a tientas de los humanos por la historia como amigos y enemigos a un tiempo, socialmente insociables o insolidariamente solidarios, nuestras ideas políticas y las soluciones que ensayamos para resolver problemas y conflictos sociales dependen de las circunstancias materiales (naturales y tecnológicas) pero también, y muy principalmente, del concepto que tenemos de nosotros mismos.
Lo que pensamos que somos, aun en sueños, determina lo que llegamos a ser, y por debajo de cualquier ideología política o ambición mundana están esas ideas de lo que somos, esas imágenes de nosotros mismos.
Podríamos imaginar el asunto al que me refiero mediante el "emblema" del uróboros, esa serpiente alquímica que engulle su propia cola y que a veces es interpretado como símbolo del esfuerzo eterno, pero también del esfuerzo inútil, ya que el ciclo vuelve a empezar, igual que la utopía se convierte en límite opresivo cada vez que se realiza. O podríamos pensarlo más abstractamente como una especie de círculo vicioso o paradoja, porque lo que nos proponemos y lo que intentamos y conseguimos hacer de nosotros mismos, nuestros principales planes y proyectos, dependen en gran medida de lo que creemos que somos y de lo que sentimos que debemos llegar a ser. También serviría la alegoría del barón de Munnchausen, cuando se sacó a sí mismo del lodo, con caballo y todo, tirandose hacia arriba de su propia coleta. En realidad, no llegamos a ser mejores si no nos creemos ya mejores de lo que somos. He ahí el fundamento imaginativo, sentimental y sensible de la ética. Si esto no sirve como justificación de la vanidad, al menos sí de cierto orgullo como sentido de la dignidad. Es ese sentido de la dignidad lo que nos impide ejecutar a un violador y asesino de niñas porque damos por supuesto que podría ser de otro modo. Cierto optimismo antropológico es éticamente exigible. Igual que cierto realismo resulta políticamente imprescindible.
Optimismo y pesimismo antropológicos
La sensatez política bien podría medirse justamente en la tensión dinámica y dialéctica entre estos dos polos:
1) Por una parte, estarían aquellos que confían en la bondad natural del individuo y, por consiguiente, tienden a creer que son la sociedad o el Estado, los políticos, el gobierno, la mano negra de "la clase dominante", de las multinacionales o de los banqueros, los que corrompen a los individuos, o les dejan inermes y desvalidos por falta de educación y medios.
2) Enfrente está el punto de vista de aquellos que suponen al ser humano como un bicho de ferocidad manifiesta con una notable facilidad para enmascarar sus móviles naturales, naturalmente egoístas, y engañarse a sí mismo haciéndoselos pasar por "nobles" ambiciones, en fin, los del darwinismo social o los del "sálvase quien pueda".
Entre el optimismo antropológico de los primeros y el pesimismo de los que se adhieren al segundo modo de pensar podemos hallar distintos grados e infinidad de matices. Grosso modo, podríamos decir que optimistas fueron Sócrates, Platón y Rousseau (este último a pesar de que era un neurótico paranoide). Pesimistas, o realistas (según se entienda), fueron Aristóteles, Hobbes y Hume (que sin embargo era una excelente persona).
Utopía versus realpolitik
En el origen mismo del Estado moderno encontramos los dos polos. Nicolás Maquiavelo nos describe a los humanos en general como mezquinos, vengativos, volubles... El Príncipe, o sea el Gobierno de facto, debe evitar hacerse odiar, pero si no puede lograr que se le quiera, al menos ha de conseguir que se le tema, si es que quiere mantener la estabilidad y el orden sin el cual es imposible la convivencia en paz y progreso. Por eso, el Príncipe será más clemente imponiendo algunos castigos ejemplares que si, para huir de la fama de cruel, deja que se prolongue el desorden, causa de muertes, rapiña y desmanes que acaban por perjudicar a todos...
Al contrario que Platón o Tomás Moro, Maquiavelo no nos dice cómo deberíamos vivir y gobernarnos si fuéramos perfectos, sino de qué manera es preciso controlar a seres que son como centauros: mitad bestias, mitad inteligentes. Así, escribe:
Desde luego, hay en el maquiavelismo excesos éticamente inaceptables, pero su lección es técnicamente irreprochable: si la política pretende dar forma a la naturaleza de los hombres, hay que partir del ser que realmente arrastran por el mundo y no hacerse demasiadas ilusiones sobre la bondad de sus espíritus. Su contemporáneo Cervantes lo dice más breve: "el que busca lo imposible, es justo que lo posible se le niegue". Y en este sentido se ha definido sagazmente a la Política como un arte de lo posible. Desde luego es una ingenuidad creer que la política pueda ser una ciencia (las ciencias no se ocupan más que de hechos y de sus explicaciones, no de derechos y sus correspondientes obligaciones); y una insufrible pedantería, autoproclamarse "politólogo", como si uno estuviera con ello más allá del bien y del mal, y por encima de la fe y de la persuasión, como si la política no fuera con uno y no lo comprometiese íntegramente.
Sin embargo, el maquiavelismo es éticamente tan grosero como lo vio el elegantísimo Descartes en la crítica que le remite a Su Alteza Elisabeth (Septiembre de 1646), y -como argumenta el filósofo francés- si no contrarrestamos el cínico veneno del realismo político con una cierta dosis de antídoto idealista, El Príncipe acaba convertido en un manual de instrucciones para abuso de tiranos tan brutos y feroces como zorras y leones. La realpolitik ha de medirse con la utopía y el pesimismo antropológico que la sustenta con el optimismo que impulsa nuestros sueños de mejora.
El idealismo político fue representado en su forma renacentista por la Utopía (1516) de Tomás Moro, mártir del catolicismo, y por la Ciudad del Sol (1602) del dominico Campanella. Ambos construyeron razonados sueños comunitarios, ciudades en las que funciones y servicios se distribuyen igualitariamente y donde, dicho con palabras de Campanella:
La Utopía de Moro, expresión de la generosidad esencialmente moral del humanismo cristiano, influyó a prelados españoles -como Vasco de Quiroga- que si no intentaron realizarla en Méjico, al menos se inspiraron en ella para su misión organizadora. En realidad, el pensamiento político moderno, racional y progresivo, ha basculado entre el criterio de experiencia y el poder creador de la imaginación, como buscando entre los dos polos un equilibrio imposible.
Es conveniente mantener el realismo que favorece la estabilidad, pero en tensión con las ilusiones racionales del utopismo. El realismo es imprescindible, pero el utopismo no es ninguna "enfermedad infantil", sino una expresión primordial de la capacidad transformadora del espíritu humano. Urge formular nuevas utopías, pequeñas utopías, diría yo, concretas, ilusionantes y viables. Sin ese tónico del ideal, pronto nos quedamos sin ideas y, lo que es peor, sin motivos para la acción creadora.
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En ese andar a tientas de los humanos por la historia como amigos y enemigos a un tiempo, socialmente insociables o insolidariamente solidarios, nuestras ideas políticas y las soluciones que ensayamos para resolver problemas y conflictos sociales dependen de las circunstancias materiales (naturales y tecnológicas) pero también, y muy principalmente, del concepto que tenemos de nosotros mismos.
Lo que pensamos que somos, aun en sueños, determina lo que llegamos a ser, y por debajo de cualquier ideología política o ambición mundana están esas ideas de lo que somos, esas imágenes de nosotros mismos.
Podríamos imaginar el asunto al que me refiero mediante el "emblema" del uróboros, esa serpiente alquímica que engulle su propia cola y que a veces es interpretado como símbolo del esfuerzo eterno, pero también del esfuerzo inútil, ya que el ciclo vuelve a empezar, igual que la utopía se convierte en límite opresivo cada vez que se realiza. O podríamos pensarlo más abstractamente como una especie de círculo vicioso o paradoja, porque lo que nos proponemos y lo que intentamos y conseguimos hacer de nosotros mismos, nuestros principales planes y proyectos, dependen en gran medida de lo que creemos que somos y de lo que sentimos que debemos llegar a ser. También serviría la alegoría del barón de Munnchausen, cuando se sacó a sí mismo del lodo, con caballo y todo, tirandose hacia arriba de su propia coleta. En realidad, no llegamos a ser mejores si no nos creemos ya mejores de lo que somos. He ahí el fundamento imaginativo, sentimental y sensible de la ética. Si esto no sirve como justificación de la vanidad, al menos sí de cierto orgullo como sentido de la dignidad. Es ese sentido de la dignidad lo que nos impide ejecutar a un violador y asesino de niñas porque damos por supuesto que podría ser de otro modo. Cierto optimismo antropológico es éticamente exigible. Igual que cierto realismo resulta políticamente imprescindible.
Optimismo y pesimismo antropológicos
La sensatez política bien podría medirse justamente en la tensión dinámica y dialéctica entre estos dos polos:
1) Por una parte, estarían aquellos que confían en la bondad natural del individuo y, por consiguiente, tienden a creer que son la sociedad o el Estado, los políticos, el gobierno, la mano negra de "la clase dominante", de las multinacionales o de los banqueros, los que corrompen a los individuos, o les dejan inermes y desvalidos por falta de educación y medios.
2) Enfrente está el punto de vista de aquellos que suponen al ser humano como un bicho de ferocidad manifiesta con una notable facilidad para enmascarar sus móviles naturales, naturalmente egoístas, y engañarse a sí mismo haciéndoselos pasar por "nobles" ambiciones, en fin, los del darwinismo social o los del "sálvase quien pueda".
Entre el optimismo antropológico de los primeros y el pesimismo de los que se adhieren al segundo modo de pensar podemos hallar distintos grados e infinidad de matices. Grosso modo, podríamos decir que optimistas fueron Sócrates, Platón y Rousseau (este último a pesar de que era un neurótico paranoide). Pesimistas, o realistas (según se entienda), fueron Aristóteles, Hobbes y Hume (que sin embargo era una excelente persona).
Utopía versus realpolitik
En el origen mismo del Estado moderno encontramos los dos polos. Nicolás Maquiavelo nos describe a los humanos en general como mezquinos, vengativos, volubles... El Príncipe, o sea el Gobierno de facto, debe evitar hacerse odiar, pero si no puede lograr que se le quiera, al menos ha de conseguir que se le tema, si es que quiere mantener la estabilidad y el orden sin el cual es imposible la convivencia en paz y progreso. Por eso, el Príncipe será más clemente imponiendo algunos castigos ejemplares que si, para huir de la fama de cruel, deja que se prolongue el desorden, causa de muertes, rapiña y desmanes que acaban por perjudicar a todos...
Al contrario que Platón o Tomás Moro, Maquiavelo no nos dice cómo deberíamos vivir y gobernarnos si fuéramos perfectos, sino de qué manera es preciso controlar a seres que son como centauros: mitad bestias, mitad inteligentes. Así, escribe:
"Hay, en efecto tanta distancia entre cómo se vive y cómo se debería vivir que aquél que abandona lo real centrándose en lo 'ideal' camina más hacia su ruina que hacia su preservación, pues el hombre que pretenda hacer en todos los sentidos profesión de bondad fracasará necesariamente entre tanto bellaco".
Desde luego, hay en el maquiavelismo excesos éticamente inaceptables, pero su lección es técnicamente irreprochable: si la política pretende dar forma a la naturaleza de los hombres, hay que partir del ser que realmente arrastran por el mundo y no hacerse demasiadas ilusiones sobre la bondad de sus espíritus. Su contemporáneo Cervantes lo dice más breve: "el que busca lo imposible, es justo que lo posible se le niegue". Y en este sentido se ha definido sagazmente a la Política como un arte de lo posible. Desde luego es una ingenuidad creer que la política pueda ser una ciencia (las ciencias no se ocupan más que de hechos y de sus explicaciones, no de derechos y sus correspondientes obligaciones); y una insufrible pedantería, autoproclamarse "politólogo", como si uno estuviera con ello más allá del bien y del mal, y por encima de la fe y de la persuasión, como si la política no fuera con uno y no lo comprometiese íntegramente.
Sin embargo, el maquiavelismo es éticamente tan grosero como lo vio el elegantísimo Descartes en la crítica que le remite a Su Alteza Elisabeth (Septiembre de 1646), y -como argumenta el filósofo francés- si no contrarrestamos el cínico veneno del realismo político con una cierta dosis de antídoto idealista, El Príncipe acaba convertido en un manual de instrucciones para abuso de tiranos tan brutos y feroces como zorras y leones. La realpolitik ha de medirse con la utopía y el pesimismo antropológico que la sustenta con el optimismo que impulsa nuestros sueños de mejora.
Tomás Moro |
El idealismo político fue representado en su forma renacentista por la Utopía (1516) de Tomás Moro, mártir del catolicismo, y por la Ciudad del Sol (1602) del dominico Campanella. Ambos construyeron razonados sueños comunitarios, ciudades en las que funciones y servicios se distribuyen igualitariamente y donde, dicho con palabras de Campanella:
"ninguno tiene que trabajar más de cuatro horas al día, pudiendo dedicar el resto del tiempo al estudio grato, a la discusión, a la lectura, a la escritura, al paseo y a alegres ejercicios mentales y físicos... La comunidad hace a todos los hombres ricos y pobres a un tiempo: ricos, porque todo lo tienen; pobres, porque nada poseen y al tiempo no sirven a las cosas, sino que las cosas les obedecen a ellos".
La Utopía de Moro, expresión de la generosidad esencialmente moral del humanismo cristiano, influyó a prelados españoles -como Vasco de Quiroga- que si no intentaron realizarla en Méjico, al menos se inspiraron en ella para su misión organizadora. En realidad, el pensamiento político moderno, racional y progresivo, ha basculado entre el criterio de experiencia y el poder creador de la imaginación, como buscando entre los dos polos un equilibrio imposible.
Es conveniente mantener el realismo que favorece la estabilidad, pero en tensión con las ilusiones racionales del utopismo. El realismo es imprescindible, pero el utopismo no es ninguna "enfermedad infantil", sino una expresión primordial de la capacidad transformadora del espíritu humano. Urge formular nuevas utopías, pequeñas utopías, diría yo, concretas, ilusionantes y viables. Sin ese tónico del ideal, pronto nos quedamos sin ideas y, lo que es peor, sin motivos para la acción creadora.
Más sobre utopía
Sobre la ambivalencia de la utopía y la fábula de la Hormiga y la Cigarra
Sobre la mentalidad utópica según Karl Mannheim
Sobre la sabiduría de los cuentos
Excelente entrada, profesor, y creo que casi imprescindible en estos tiempos en los que tenemos que desenvolvernos, de grisura y mediocridad;ante ello Vd. propone ese "podemos" optimista,que subyace, no obstante en la ilustrada idea de progreso. Y es precisamente esta idea en la que ya no podemos creer con inocencia, ya que la posmodernidad nos ha hecho ver sus aporías, y hasta las explicaciones sobre el discurrir de la historia de la ciencia que hace Kuhn , la destierra. Es por ello que llegamos a pensar que en realidad lo que ha triunfado han sido las distopías, las pesadillas de un futuro de confort material (no siempre), pero faltos de libertad o con fecha caducidad, en el que el ser humano se ve reducido a ser un instrumento, un medio y no un fin en sí mismo, tal como decía Kant que debemos ser tratados todos los seres humanos.
ResponderEliminarLe agradezco ese tono positivo, traer a la palestra el tema del optimismo antropológico , y sobre todo tratar de Ética, tan ligada a la antropología como al resto de lo que llamamos ser humano.
Gracias por tu comentario, Ángeles. Das en el clavo. Nuestra creencia en el progreso, secularizada de aquella, medieval, de la creencia en divina providencia, merece ser revisada. Puede que, en ciertos casos, nos convenga más regresar que progresar. La restauración de valores como la modestia, la paciencia y otras virtudes de la espera, la piedad, el respeto a la autoridad y la tradición, la recuperación de la conciencia histórica no son tareas menores... En muchos casos hay que retroceder un paso para tomar carrerilla. Los mismos conceptos, utópicos, de conservación del medio ambiente o de sostenibilidad parecen contrarios a esa inocente fe en la innovación como única garantía de amejoramiento que suelen exhibir los "progres". Me pregunté y pregunto por qué el flamante departamento de formación e innovación de los centros educativos no deba y pueda ser también de conservación o de transfiguración, porque igual que hay muchas cosas que merecen reformas, hay otras que merecen cuidado y restauración. Edificamos aeropuertos, abrimos parques y centros culturales, sin pensar en el mantenimiento. Lo difícil, ¡y lo mejor!, suele ser el equilibrio entre el hormiguismo y el cigarrismo, entre el realismo y el utopismo, pero mucho me temo que los españoles, en particular, y los humanos en general, no somos seres ni mesurados ni equilibrados, aunque tal vez merezca la pena luchar por serlo. Seguramente es una tarea educativa tan valiosa como urgente.
ResponderEliminarOtro estudio sobre la utopía, siguiendo a Mannheim:
http://quintadelmochuelo.blogspot.com.es/2014/01/ideologia-y-mentalidad-utopica.html
La utopía oscila entre la ilusión de imaginar que un mundo nuevo es posible y la opresión de su realización inflexible, a espaldas de la libertad y la voluntad de los interesados. Pero hasta filósofos tan pesimistas como Cioran le han dedicado una especial atención. El se preguntaba si ese empeño humano en concebir otra sociedad alternativa era una ingenuidad o una locura, para acabar concluyendo que cuando un grupo humano es incapaz de dar a luz una utopía y desarrollarla, está amenazado por la esclerosis y la ruina. Enhorabuena al autor por el estupendo texto. He echado de menos, no obstante, una referencia a la New Atlantis, la utopía científica de Francis Bacon.
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