PARADIGMAS DE PODER EN ANTROPOLOGÍA (I)


Buscando información en la red me encontré con un interesante artículo, Paradigmas de poder: reflexiones feministas sobre antropología de mujeres en las sociedades de las islas del Pacífico. Su autora es Sharon W. Tiffany, de la Universidad de Wisconsin- Whitewater y fue publicado en enero de 1985. A pesar de los casi 30 años transcurridos, sus reflexiones siguen sonando muy modernas. El texto se refiere al problema epistemológico de la mujer como la realidad Otra- subordinada, silenciada, marginal-, con particular referencia a la literatura etnográfica sobre Oceanía. Las imágenes que conforman la premisa de la mujer como el Otro son reflejo de las continuas controversias acerca del poder, el sexo y el género en Occidente. Esas ideas influyeron en el quehacer antropológico en una forma que, en aquellas fechas, el feminismo todavía no había explorado de forma sistemática. El propósito de la autora era examinar, desde una perspectiva feminista, los problemas paradigmáticos de género y política en antropología e ilustrarlos con una selección de textos destacados en la teoría y etnografía del Pacífico. Lo que voy a hacer aquí es traducir, resumir y comentar el trabajo de Sharon W. Tiffany, que se refiere a aspectos de gran interés pero, tal vez, un tanto descuidados en los manuales de la disciplina. Esta primera parte consiste en una exposición teórica acerca de las trampas del lenguaje y el problemático proceso de tránsito entre paradigmas rivales descrito por Thomas S.Kuhn y que tan bien se ejemplifica en la crisis de la antropología en la segunda mitad de la pasada centuria. En la segunda parte- La antropología androcéntrica al descubierto. Sexo y poder en Oceanía-, se exploran estas ideas con ejemplos etnográficos significativos.Podéis acceder en este enlace: http://anthropotopia.blogspot.com.es/2013/10/la-antropologia-androcentrica-al.html
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PARADIGMAS DE PODER
Como cabía esperar, las mujeres también se presentaron como el Otro problemático en el discurso de la antropología convencional, de corte marcadamente androcéntrico. Ubicadas en un capítulo aparte de la Humanidad-entendida como un universal supuestamente neutro pero, en realidad, masculino-, las mujeres de otras culturas han sido categorizadas como problemas a resolver por los antropólogos, en su mayoría varones, y reducidas al silencio y a la invisibilidad. Con ello se menospreciaba su auténtico papel en las sociedades nativas. La existencia de ese poder femenino no encajaba dentro de los presupuestos sesgados del pensamiento androcéntrico, los cuales inevitablemente influían en el investigador a la hora de realizar su trabajo de campo. Pienso que esa omisión era una forma de negar el desafío de comprender adecuadamente  tales formas sociales alternativas, basadas en unas relaciones entre sexos más igualitarias. O se negaba esa igualdad, o se la interpretaba como una anomalía. Con ello acaba escondiéndose la dificultad debajo de la alfombra, dejando el trabajo etnográfico a medias. En definitiva, la antropología androcéntrica aceptaba y legitimaba las experiencias y puntos de vista masculinos de la sociedad occidental, buscando  apoyo para ello en los datos etnográficos de otras culturas. Pero ese procedimiento era inaceptable. E. Ardener indica que es inconcebible abordar el estudio de un pueblo X  hablando sólo con informantes femeninas y teniendo en cuenta, exclusivamente, sus opiniones sobre los hombres. Y, sin embargo, lo contrario es lo que se ha venido haciendo constantemente, por absurdo que parezca. Los hombres, presuntos creadores de las reglas y valores culturales, siempre han sido considerados el objeto apropiado para la investigación etnográfica. A partir de múltiples tratados, puede obtenerse la errónea impresión de que la cultura se crea por y para los hombres y, además, en sus fases vitales privilegiadas. Siempre desde la óptica equivocada de la antropología convencional, la creación cultural no se produciría en cualquier edad de la vida del varón sino, precisamente, entre la pubertad y la madurez. Los niños, los ancianos y las mujeres,- retratadas como meras auxiliares de los hombres-, se sitúan en ese esquema como categoría residuales.
Cazador Dani

Conscientes de las críticas feministas a esos errores, algunos antropólogos reconocieron la necesidad de llevar a cabo investigaciones sobre la mujer y de incluir en sus estudios más temas relativos a la misma. Sin embargo, estos mismos investigadores publicaron etnografías basadas en trabajos de campo a partir, primordialmente, de informantes varones. Por ejemplo, Karl Heider (1979) advertía la omisión de la aportación femenina a la cultura en su etnografía acerca del Gran Valle Dani en las Tierras Altas centrales de Nueva Guinea, pero no por ello pensó en variar un ápice su metodología de trabajo ni otorgó consecuencias decisivas a tal ausencia. Así escribe: “Algún día un antropólogo-probablemente una mujer-examinará el lado femenino de la cultura Dani. No creo realmente que ello cambie mucho de lo que he dicho aquí, pero expandirá nuestra visión de los Dani significativamente”.
Margaret Mead ya había señalado la importancia del género y de la perspectiva femenina en su investigación pionera, realizada hace ahora casi un siglo en Samoa. Como observadores e intérpretes de la condición humana, los trabajadores de campo no pueden ignorar las implicaciones paradigmáticas de una antropología androcéntrica.
Margaret Mead

Paradigmas feministas y la Ciencia del Hombre
Categorizar a la mujer como el Otro suscita múltiples asuntos relevantes desde la óptica feminista. Uno concierne a las relaciones entre el conocimiento acerca de las mujeres y la estructura social. Las fuentes de nuestro conocimiento sobre  hombres y mujeres de otros mundos sociales y el modo en que se utilizan pueden resultar diferentes, en la práctica, en virtud  de múltiples factores, incluyendo el género del investigador, su orientación teórica y sus valores culturales de referencia. Ese conocimiento se expresa con un vocabulario cargado culturalmente. La paradoja es la confianza ciega que inspira la ciencia,-a pesar de estar construida con ese lenguaje bajo sospecha-, en cuanto se la supone basada en valores neutros u objetivos. Sin embargo, el quehacer científico nunca está aislado de los intereses sociales y de las preocupaciones cotidianas del grupo social en el que se desenvuelve. Los paradigmas antropológicos igualmente se han visto influenciados por los debates sobre la naturaleza del ser humano, la sexualidad femenina y los roles sociales apropiados para la mujer. La historia del discurso antropológico, incluyendo la actual controversia sobre la Sociobiología, es necesariamente un recuento de las ideas sociales acerca del sexo y género que precisa ser reescrita desde la perspectiva feminista.
Thomas Samuel Kuhn

El trabajo seminal de Thomas S. Kuhn de 1970 sobre las revoluciones científicas sugiere a la autora varios aspectos destacables para la comprensión del cambio de paradigmas en antropología. Como sabemos, las revoluciones científicas no se basan simplemente en incrementos graduales del conocimiento sino en la sustitución de los viejos paradigmas por otros nuevos. Kuhn utiliza el concepto de paradigma en un doble sentido: como modelos, y como la entera constelación de creencias, valores, técnicas y todo lo que comparten los miembros de una comunidad científica. Comprometidos con elementos comunes a lo largo de su educación y aprendizaje, se ven a sí mismos y los demás los perciben como los hombres responsables de alcanzar un conjunto de objetivos compartidos, incluyendo la formación de sus sucesores. Esa idea de los “objetivos compartidos”, y la forma neutral en que se suponen construidos los paradigmas por dichas comunidades científicas, en las que predominan los varones en todos los campos, han recibido agudas críticas desde las filas del feminismo: el análisis de Kuhn aísla los procesos de investigación científica, y la construcción del paradigma, de la base social y de los valores culturales en cuyo seno tienen lugar tales actividades. Tiffany establece el siguiente paralelismo: durante la etapa temprana de una revolución científica,  la recogida de datos asume algunas críticas acerca de la formulación de los hechos y teorías anteriores, y también en los años 70’ algunos antropólogos empezaron a cuestionar las generalizaciones cross-culturales acerca del estatus femenino, incluyendo la definición de los roles sociales de las mujeres en términos de las constricciones impuestas por la reproducción humana. Así, se decía que debían considerarse prematuras las aseveraciones acerca de la condición social de las mujeres hasta llevar a cabo una investigación centrada en las mismas, seguida de una teoría consonante. Las investigaciones realizadas en las islas del Pacífico entre finales de los 60’ y principios de los 70’ demostraron la importancia de comprender correctamente las experiencias femeninas en las sociedades melanesias, que antes se habían caracterizado como sometidas al poder masculino. 
Marilyn Strathern, maestra de Sharon Tiffany
Contrariamente a las descripciones androcéntricas de las mujeres isleñas como cultivadoras poco imaginativas y como simples criadoras de cerdos, Marilyn Strathern pretendía, con su trabajo sobre las mujeres Hagen de las Tierras Altas occidentales de Nueva Guinea, describir un cuadro mucho más complejo sobre la relaciones de género.
Familia Hagen
 La investigación de Jill Nash (1974) sobre las mujeres Nagovisi de la Isla Bouganville, en Papúa Nueva Guinea, cuestionó la presunta estabilidad de los modelos  de descendencia patrilineal, resaltando su carácter conflictivo por su constante impugnación por parte de las mujeres. El estudio de Annette Weimer en torno a los intercambios ceremoniales femeninos en las islas Trobriand, examinó un importante dominio de la vida social ignorado por los antropólogos que anteriormente habían trabajado en el archipiélago.
La etapa de transición teórica entre paradigmas, acompañada de esfuerzos para formular nuevos conceptos y marcos, cristalizó en el descontento por parte algunos miembros de la comunidad científica y en una crisis dentro de la disciplina. La crisis emergente en la antropología en la segunda mitad del siglo XX, en parte debida a las críticas feministas contra los paradigmas establecidos, coincidió también con rápidos cambios en los roles socioeconómicos de las mujeres euroamericanas, la expansión del movimiento feminista y la presencia de un creciente número de mujeres antropólogas profesionalmente formadas. Curiosamente, muchas de ellas fueron protegidas por mentores de la academia que habían sido incapaces de llevar a cabo investigaciones sobre las mujeres a lo largo de sus propias carreras profesionales.
La crisis de paradigmas, de acuerdo con el esquema de Kuhn, podría solventarse de tres maneras distintas: resolviendo el problema con los paradigmas tradicionales; concluyendo que el momento actual no hay solución; o desarrollando un nuevo paradigma, con la consiguiente batalla para su aceptación. En efecto, la crisis de la antropología reflejaba el disenso entre sus practicantes acerca de los méritos relativos de los paradigmas enfrentados, ilustrando con claridad los procesos de polarización y debate  asociados a todo cambio paradigmático. La crítica a la antropología androcéntrica por parte de feministas ajenas a la disciplina vino acompañada de desacuerdos entre los antropólogos, -incluyendo a las antropólogas feministas-, acerca de las asunciones, marcos conceptuales y el lenguaje aplicables. El uso de paradigmas construidos sobre la base de las asimetrías de poder entre hombres y mujeres, y  expresados en un lenguaje androcéntrico, comenzaba a verse como algo científicamente inviable.

Paradigmas sexuales y el lenguaje de la Biología
La antropología androcéntrica está relacionada con los problemas del lenguaje, los cuales no se resuelve con meros cambios “cosméticos”, inspirados por lo políticamente correcto sino que exigen una reflexión adicional. En el lenguaje inglés, como en el español, los nombres no marcados se consideran, en realidad, más como masculinos que como femeninos. “Hombre” es usado de modo indistinto genéricamente y para referirse al varón. Las perversas consecuencias de estos giros semánticos del hombre como miembro-varón o hembra- del género homo, al hombre como miembro masculino de la especie humana, han sido objeto de una extensa literatura. Una importante implicación del problema del genérico “hombre” desde una perspectiva feminista es que, cuando a las mujeres se las incluye en las discusiones acerca de la humanidad, son inmediatamente distinguidas de los hombres mediante el mecanismo de situarlas a un nivel más bajo de generalidad. Su presencia y participación siempre es de orden secundario. Usualmente son señaladas por marcadores lingüísticos que sugieren que “todas las personas son hombres hasta que se demuestre que son mujeres”. La consecuencia es clara: el universal “hombre” establece una estructura lingüística a partir de la cual las féminas pueden ser identificadas como mujeres o como gente, pero no como las dos cosas al mismo tiempo. Esa asimetría lingüística es verdaderamente común en la literatura antropológica, de forma tal que, cuando se habla  de lo que “las personas” o “los hombres” hacen, dicen u opinan, aunque parezca que con esos términos los etnógrafos se refieren indistintamente a ambos sexos, de hecho se están expresando las opiniones vertidas por los hombres. Es la razón por la cual el discurso antropológico tradicional asume equivocadamente que el mundo de los hombres abarca también al de las mujeres. El universo masculino, en efecto, se ve como el conjunto general, mientras que el mundo femenino (en los raros casos en que  se reconoce su existencia), es un subconjunto de ámbito más reducido y, además, contemplado no desde su propio interior sino desde el punto de vista masculino. Como resalta Tiffany, las repercusiones de esta heterorepresentación, basada en una asimetría de poder y en modelos sexuales de jerarquía de género, precisan un detallado análisis.  
La semántica de la naturaleza femenina
Peter Murdock

Las limitaciones impuestas por la biología femenina son utilizadas para justificar las asunciones de base en el discurso antropológico convencional acerca de las mujeres. La publicación en 1949 de Estructura social por Peter Murdock, y de Hombre y mujer por Margaret Mead, obras influyentes en la antropología cultural americana, ilustran la continuidad del pensamiento en el siglo XIX y primera mitad del XX sobre las diferencias de temperamento basadas en el sexo. Esas premisas, que asocian a las mujeres con la procreación, y a los hombres con las innovaciones culturales, persisten en la literatura antropológica contemporánea. Murdock acentúa la “excepcionalmente eficiente” naturaleza de la división sexual del trabajo y los requerimientos bioculturales de los roles reproductivos de las mujeres. Las mujeres soportan un handicap, de acuerdo con Murdock, por las cargas fisiológicas del embarazo y el cuidado de los niños, mientras que, por el contrario, los hombres pueden ir más allá del poblado para cazar, pescar y comerciar. No es necesario invocar diferencias psicológicas innatas para delinear el reparto del trabajo por razón de sexo porque las funciones reproductivas son suficientes para ello. Estas afirmaciones de Murdock sugieren que la inalterable línea divisoria que establece la biología entre hombres y mujeres es lo que acarrea un acceso diferencial a los recursos económicos y al poder político en favor de los primeros.
Los trabajos de Mead, sin embargo, presentan paradigmas conflictivos acerca de la biología y el género. Hombre y mujer, basada en una investigación en Samoa, Melanesia y Bali, incluía observaciones sobre la sociedad americana contemporánea. Citando numerosas referencias de estudios sobre ratas y primates no humanos, Mead se fijaba en las diferencias biológicas y de género entre los machos, que persiguen fines activos y las hembras, pasivas y nutricias. Las ocupaciones y logros de los hombres, escribió, son universalmente valorados por ambos sexos como más significativos que los que corresponden a las mujeres. Las necesidades de estas, en contraste con las de los hombres, pueden satisfacerse a través de su destino biológico.  Las mujeres agotan su ser en concebir, mientras que los hombres, para realizar su naturaleza, deben crear o hacer. Como se aprecia, las reflexiones de Mead acerca de la maternidad, como las de Murdock, utilizaban el lenguaje de la “ley natural”, en el cual lo “natural” es conceptualmente intercambiable con lo “bueno” o funcionalmente eficiente. Las consecuencias implicadas para aquellas mujeres que niegan su naturaleza son severas. Los condicionamientos culturales pueden distorsionar  la condición natural de la maternidad, pero las mujeres que evitan la maternidad son victimizadas, porque ello se entiende como un acto contra natura. La conclusión es que las redefiniciones feministas de los roles reproductivos de las mujeres son subversivas, en cuanto que pueden dar como resultado la ruptura o disfunción psicológica, la desorganización familiar y la difuminación de las diferencias de género.
Mujeres samoanas
El paradigma sexual de la mujer gestante y el hombre culturalmente creativo, que está tan explícito en Hombre y mujer, es el reverso de lo que Mead había escrito 14 años antes. En Sexo y temperamento en tres sociedades primitivas, de 1935, Mead acentuó la importancia del condicionamiento cultural para modelar las diferencias individuales. En su libro más temprano cuestionaba la noción de los instintos maternales y de las capacidades reproductivas a la hora de definir las aptitudes de las mujeres. “Hemos asumido que debido a que es conveniente para una madre desear cuidar de sus hijos, este es un rasgo con el cual las mujeres han sido más generosamente dotadas por un cuidadoso proceso teleológico de la evolución. Hemos asumido que porque los hombres han cazado, una actividad que requiere iniciativa y bravura, han sido dotados con esas útiles actitudes como parte de su temperamento sexual”. Las feministas continúan citando Sexo y temperamento para iluminar la importancia de la cultura al modelar las respuestas humanas, y para demostrar que las mujeres no están biológicamente encasilladas en un conjunto fijo de comportamientos.
La propia Mead era consciente de la conexión entre las preocupaciones sociales cotidianas de la época y los marcos paradigmáticos usados para interpretar el comportamiento humano. En el prefacio a la edición de 1950, se refirió a Sexo y temperamento como un libro frecuentemente malinterpretado. En su autobiografía detallaba las “contradictorias respuestas” generadas por las obras citadas: las feministas saludaron Sexo y temperamento como la demostración de que a las mujeres no les gustan naturalmente los niños. Desde el otro bando, en cambio, la acusaron de no reconocer la existencia de ninguna diferencia sexual. Catorce años más tarde, cuando escribió Hombre y mujer, las feministas la tildaron de antifeminista, los hombres de rampante feminismo, y unos y otros de negar la completa belleza de la experiencia de ser mujer. En 1963 escribió que su intención al explorar el temperamento en culturas primitivas había sido contribuir al cambio en los roles sociales, -que en América estaban basados en el sexo-, hacia un nuevo énfasis en los seres humanos mismos. Con sus diferencias y contrastes, hombres y mujeres comparten muchas cosas en su forma de abordar la vida. Como resalta Tiffany, la obra de Margaret Mead refleja los paradigmas en conflicto, formulados en contextos de cambio social y de controversias políticas en torno a los determinantes biológicos y culturales en el comportamiento humano. 
Mead con una amiga samoana
El paradigma cultural de Mead, basado en investigación realizada hace ahora casi una centuria entre chicas adolescentes en Samoa, centró la atención pública una vez más en la controversia entre naturaleza y cultura. Derek Freeman (1983), todavía desde el paradigma androcéntrico de la dominación masculina, criticó la validez de las conclusiones de Mead acerca de la sexualidad premarital entre las adolescentes samoanas. Adolescencia en Samoa, -el libro más famoso de Mead y uno de los mayores bestsellers en antropología-,  tenía como objetivo llegar a una amplia audiencia. Las descalificaciones de Freeman deben contemplarse desde el contexto más amplio de un debate entre paradigmas que todavía no puede darse por cerrado, especialmente visto el repunte de conservadurismo político en Occidente.


Podéis acceder al texto íntegro en inglés del artículo comentado en esta entrada aquí http://pdf.usaid.gov/pdf_docs/PNAAX506.pdf














Comentarios

  1. Me gustaría decir que la elaboración de las entradas de este blog es muy minuciosa. Mari Angeles y yo gastamos una enorme cantidad de tiempo y de esfuerzo en desarrollar tesis propias, y en transformar los textos antropológicos publicados, pensados generalmente para ser compartidos por la comunidad de especialistas, a un nivel divulgativo pero siempre sin renunciar al rigor científico. Por ello, estamos encantadas con que estas entradas tengan la máxima difusión, pues esa es la ilusión que nos inspira, demostrar que la antropología tiene mucho que decirnos en nuestra vida cotidiana, y no es un saber esotérico. Pero, como lógica compensación a nuestro trabajo, agradecemos que nos citen cuando se utiliza en publicaciones ajenas.

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