EL ARTISTA EN EL BURDEL. La prostitución en Francia en el siglo XIX vista a través de la pintura

Olympia, 1863, Manet
El apogeo de la prostitución en Francia coincidió con la revolución estética emprendida por el impresionismo hacia 1870. En sus obras quedaron grabadas las imágenes del mundo del espectáculo, los cafés, los cabarets, la iluminación mediante la luz de gas que dejaría paso a la luz eléctrica... Todos los adelantos de la modernidad junto al oficio más viejo del mundo. Jugaremos con metáforas muy expresivas, como la del espejo, el corsé, y la luz y las sombras, para vertebrar un recorrido de más de un siglo de duración por un fenómeno clandestino, hipócritamente disimulado pero que representaba una realidad alternativa dada su magnitud. Como veremos, su potencia subversiva fue tal que transformó hondamente el sistema de costumbres de la época y, además, alumbró el nacimiento de una nueva estética.
Oriente era Occidente
A principios del siglo XIX las guerras napoleónicas desviaron el Grand Tour, un viaje a la vez iniciático y de formación, desde su destino tradicional en Italia hacia Oriente. Allí se dirigieron artistas y burgueses en busca de un espacio exótico, en el que descubrieron un fabuloso universo de imágenes, colores y sonidos, una geografía física y humana muy apetecible para la imaginación pero también para la dominación colonial. En realidad, ya antes de aquel momento los artistas habían forjado la iconografía del harén y la odalisca otomana que inundó la pintura francesa en el siglo XIX y ofreció a los europeos un prototipo de mujer como esclava sumisa capaz de satisfacer todas las fantasías masculinas. En el baño turco, acicalándose ante el espejo, esperando tendidas en un diván como La gran Odalisca (1814) de Ingres, aquellas hermosas mujeres de rasgos caucásicos, desnudas y ociosas, constituían una promesa de placer inacabable. En El harén en Occidente (2006), Fatema Mernissi (1940-2015) denunciaba la deformación ideológica subyacente en esa concepción, puesto que la mujer musulmana encerrada en el serrallo era todo menos sumisa, como demuestra la figura de la inteligente y habilidosa Scherezade. La pista para resolver ese enigma la encontramos en Virginia Woolf. En Una habitación propia (1928) escribió que “Durante todos estos siglos, las mujeres han sido espejos dotados del mágico y delicioso poder de reflejar una silueta del hombre de tamaño doble del natural”. Woolf utiliza brillantemente la metáfora del espejo para destacar cómo la figura de una mujer intelectual y moralmente rebajada, a la que se vieron reducidas forzosamente las féminas en el mundo occidental hasta fechas bien recientes, estimula el ego varonil, reforzando su autoestima con un sentimiento de (falsa) superioridad. Si esa sensación magnificante ya resultaba patente cuando utilizaba como "espejo" a una mujer "respetable", el efecto llegaba al paroxismo cuando el varón se comparaba con las prostitutas, situadas extramuros de la sociedad por su comportamiento inmoral.

Rolla, 1878, Henri Gervex. El sueño cumplido de la dominación masculina absoluta 
¿Un Estado "proxeneta"?
En 1804 el gobierno francés reguló la prostitución, autorizándola en las maisons closes con filles soumises, esto es, casas de tolerancia con chicas registradas que debían someterse a controles administrativos y médicos mensuales para evitar las consecuencias de la temida sífilis, una lacra que llegó a adquirir proporciones alarmantes. Las trotacalles también debían estar inscritas y controladas para que su actividad fuese legal. En caso contrario, eran detenidas e internadas en la prisión de Saint- Lazare.

Inspección médica, Toulouse- Lautrec
Las pupilas eran reclutadas en pensiones y hospitales bajo la promesa de dinero abundante y una vida fácil. La prostitución se ofrecía igualmente como salida para las numerosas trabajadoras llegadas del campo, sin formación, desarraigadas socialmente y que apenas lograban sobrevivir en la gran urbe con sus míseros sueldos. También sucedía así con las madres solteras, expeditivamente expulsadas de la sociedad como castigo a su pecado, como la Fancine de Los miserables (1862) de Victor Hugo. Curiosamente, muchas de las trabajadoras del gremio adoptaron el nombre de guerra de Fancine, y acudieron masivamente al entierro del gran novelista, que supo plasmar en su monumental fresco histórico las radicales transformaciones sociales, políticas y económicas que experimentó la sociedad francesa durante la primera mitad del siglo XIX, particularmente el auge de la clase urbana enriquecida con el comercio y la industria en detrimento de la aristocracia terrateniente. Con el II Imperio, que dio comienzo en 1852 con la coronación de Napoleón III, la población de la capital- un millón de habitantes- prácticamente se duplicó en el corto espacio de 20 años, y esas trascendentales mutaciones demográficas tuvieron su reflejo directo en el fenómeno siempre cambiante de la prostitución. La derrota de Francia en la Guerra franco-prusiana ralentizó ese desmesurado crecimiento aunque no la presencia del país en el escenario mundial, en el que cada vez brillaba con más fuerza. A su potente y extenso imperio, con ramificaciones en todos los continentes, solo le hacía sombra el británico.
Escena de baile en el Moulin Rouge, Boldini

Pese a todos esos datos, quizá no seamos todavía conscientes de las descomunales dimensiones que llegó a alcanzar el fenómeno de la prostitución en la Francia decimonónica. Sirva de ejemplo que Zola acusó al libertino Napoleón III de haber convertido París en el burdel de toda Europa. A finales de siglo, entre una población de 3 millones de habitantes, se calcula que había unas 100.000 profesionales del amor. Indudablemente se trataba de una industria en toda regla, que incluso contaba entre sus clientes a poderosos monarcas extranjeros. Hacia 1850 funcionaban unos 200 burdeles, que después se redujeron a 150 y, más tarde, a 110, aunque el número de las trabajadoras del sexo siguió creciendo. La razón que explica esa paradoja fue una huida hacia la ilegalidad y hacia formas disimuladas de prostitución con el fin de eludir las cuantiosas tasas que se embolsaba un Estado al que se ha llegado a calificar de “proxeneta”, puesto que retenía entre el 50 y el 60 por ciento de los beneficios de la prostitución a cambio de expedir los preceptivos certificados. Y es que el mercado del sexo en París era verdaderamente lucrativo: hacia 1870, uno de cada cuatro hombres de la capital acudía a diario a los prostíbulos. No debemos perder de vista el enorme número de visitantes que las Exposiciones Universales de 1855, 1867, 1878, 1889 y 1900 atrajeron a la Ciudad de la Luz, convirtiéndola en el escaparate de la modernidad para todo el mundo. Los turistas se quedaban maravillados con sus adelantos técnicos, con el espectacular diseño arquitectónico que imprimió el Barón Haussmann a sus bulevares y, sobre todo, con el lujo y el glamour que respiraba la ciudad, rebosante de optimismo y diversiones nocturnas.
El baile
Baile en el Moulin de la Galette, Renoir
Entre esos entretenimientos figuraban, en primer lugar, los bailes en el Moulin de la Galette, a las afueras de París, en los que se mezclaban las clases populares con los señoritos de la ciudad ávidos de nuevas experiencias. Renoir, Picasso y tantos otros genios inmortalizaron aquella atmósfera de joie de vivre con pinturas maravillosas que forman parte de nuestra memoria colectiva.

Moulin de la Galette, Picasso
//////////
El Moulin Rouge en Pigalle, con su descocado can-cán, era uno de los principales polos de atención de la capital, un atractivo irresistible para los hombres gracias a las medias y los corsés negros en contraste con las enaguas blancas de las bailarinas, sus gritos salvajes y las provocativas coreografías, como el galop infernal a ritmo del Orphée aux enfers (1858) de Jacques Offenbach, y el grand écart final. 


La Goulue, 1895, Toulouse -Lautrec
Algunas de las grandes figuras que actuaban en el Moulin Rouge, como la Goulue o Jane Avril, han traspasado los siglos gracias a Toulouse- Lautrec.
En la Guide des plaisirs de París de 1898 se promocionaba el espectáculo de este modo tan sugerente: "un ejército de jóvenes muchachas que está allí para bailar este divino alboroto parisino, con una elasticidad cuando lanzan su pierna en el aire que nos deja predecir una flexibilidad moral al menos igual". Con el subrayado pretendo destacar cuán claro resulta que los hombres consideraban aquellos espectáculos de baile y music-hall un lugar alternativo donde buscar amores mercenarios.
El can-cán se bailaba entonces en figuras individuales, no en línea como ahora. A la izda. el grand écart
//////////
Los artistas dejaron en sus obras alusiones veladas a la prostitución que eran perfectamente reconocibles para el público de la época. Nosotros, en cambio, precisamos una guía de lectura para descubrir e interpretar esas pistas ocultas. Probablemente el caso más singular sea La clase de danza (1873) de Edgar Degas. Era el momento de máximo esplendor de los ballets rusos, con las imperecederas coreografías de Marius Petipa para la irrepetible música de Tchaikovski. 


Cientos de jovencitas soñaban con convertirse en las (efímeras) estrellas de estos espectáculos, que mostraban la anatomía y gracias femeninas de una forma inusitada para aquel tiempo. Por este motivo no debería extrañarnos que los caballeros suscribieran abonos a las escuelas de danza para poderse solazar con la vista de aquellas ninfas y, eventualmente, convertirlas en sus amantes. Las madres de las hermosas aprendices propiciaban sus encuentros con aquellos señores acaudalados, que tal vez podrían asegurarles un porvenir a salvo de la miseria. En el cuadro de Degas lo que primero atrae la mirada es la escena aparentemente principal, en la que el maestro de danza dirige la clase apoyado en un bastón para marcar el ritmo. Pero el secreto inconfesable se encuentra al fondo: uno de aquellos vouyeurs está abrazando a una bailarina en presencia de su madre, como rúbrica del pacto de amor retribuido que acaban de firmar.

Cafés, cabarets y brasseries des femmes
Los pintores impresionistas, notarios de la modernidad, dejaron un fiel testimonio de la vida en los cafés. En El bar del Folies-Bergère (1881), la gran obra final de Édouard Manet, vemos el mágico efecto reflectante que producía sobre el espejo del salón la luz eléctrica, una sensacional innovación técnica que entonces muy pocos establecimientos tenían instalada. El rostro de la bella Suzon, una de las camareras que trabajaban en el bar, destila melancolía ante el espectador, mientras que el enorme espejo detrás de ella nos muestra la escena real: la camarera está escuchando, entre hastiada y ausente del bullicio que le rodea, la charla de un cliente tocado con sombrero de copa situado frente a ella, mientras que, al fondo, a la izquierda, se observan varias demi-mondaines famosas en la época, vestidas con sus ropas de colores chillones. Más adelante hablaremos de esas alegres figuras femeninas.

Adrien Barrère
//////////
Otros espacios para los encuentros clandestinos eran los cabarets artísticos, como El Chat Noir en Montmartre, que fue el principal punto de origen de las vanguardias artísticas parisinas. Allí tocaba el piano Debussy o componía sus versos Verlaine. Maupassant, Satie y Strindberg fueron otros de los bohemios que frecuentaron el local. Los clientes podían disfrutar de sus variados espectáculos-música, teatro de sombras o circo-, pero también de la discreta intimidad de los reservados. Durante quince gloriosos años, entre 1881 y 1896, el tout Paris se dio cita en El Chat Noir, cuya exitosa fórmula sirvió de modelo para el barcelonés Els Quatre Gats.


Théophile-Alexandre Steinlen. A la dcha., en 1929
//////////
Pero, sin duda, la forma más ingeniosa y original que los parisinos encontraron para burlar las reglamentaciones estatales de la prostitución fue la de las brasseries des femmes, unas cervecerías atendidas solo por camareras, en lugar de los consabidos garçons. Llegó a haber unas 130 de estas brasseries en París. El fenómeno comenzó con la Exposición Universal de 1867 y, aunque estaba inicialmente orientado hacia el turismo, tuvo un éxito general fulminante. En estas brasseries se daban cita escritores, periodistas y pintores, y allí se organizaron algunos de los clubs más insólitos que vio nacer el siglo XIX, como los Hydropathes del Barrio Latino, que se la tenían jurada al agua.

Una de las características más peculiares de estas cervecerías era que, en cada una de ellas, las chicas iban disfrazadas con vestimentas diferentes. Las había alemanas, españolas, alsacianas, italianas, zíngaras en el Tambourin... En otros locales hacían mofa de la religión disfrazándose de monjas eróticas. En realidad, estos establecimiento eran casas de lenocinio encubiertas, con las que la Policía de Buenas Costumbres tuvo una insólita tolerancia. Las camareras no estaban obligadas a registrarse y, por ende, escapaban a los controles médicos exigidos a las prostitutas declaradas. No percibían ningún salario sino que cobraban en especie y, además, debían pagar al dueño-generalmente políticos que explotaban el negocio a través de testaferros-, una cantidad para que las contrataran y, adicionalmente, una cuota por cada mesa asignada. Trabajaban de las 3 de la tarde a las 2 de la mañana, incitando a los clientes a beber con sus ademanes seductores.
Cartel de Ramón Casas, líder de los bohemios catalanes en París
Además de las brasseries, también eran lugares propicios para los encuentros sexuales las perfumerías, las casas de baño y de masajes y, por supuesto, todo tipo de locales de bebidas, lugar central en la vida de la época.

Terraza de café por la noche, Van Gogh
Café de Montmartre, 1890, Santiago Rusiñol
Variaciones sobre un mismo tema
De todo lo anterior resulta evidente que la tipología de las prostitutas era variadísima. En la cúspide de la pirámide social se situaban las más bellas y elegantes cortesanas, que arrastraban a los ricos a la ruina con sus extravagantes caprichos, como Marie Duplessis -que inspiró a Alejandro Dumas hijo el personaje de La dama de las camelias ( 1.848) y a Verdi La Traviatta (1852)-, o la española Agustina Otero Iglesias, más conocida como la Bella Otero. 

Las cortesanas pueden resultar difíciles de distinguir de otras figuras cuyos nombres carecen de traducción exacta al castellano, como son las grandes horizontales, las cocottes, o las demi-mondaines, como Liane de Pougy  (en la foto a la derecha) o la Odette de Crécy del universo literario de Marcel Proust. Es muy interesante indagar acerca del origen de esa última expresión, que procede de "demi- monde", un término que introdujo Dumas hijo en una novela de 1855 para hablar del mundo crepuscular de los placeres nocturnos. Era como un reflejo distorsionado de la realidad diurna en el que quedaba al descubierto el escándalo y la falsedad escondidos tras la apariencia de las buenas costumbres. Industriales, banqueros y otros caballeros pudientes hacían gala públicamente de su virilidad instalando a sus mantenidas en apartamentos lujosos y costeando su caro tren de vida, que incluía cubrirlas de joyas y exhibirlas en espectáculos como las carreras de caballos y en los restaurantes de moda, aunque también en los salones parisinos. A menudo las demi-mondaines tenían un amante principal y otros secundarios. Es un ambiente que retrata muy bien la película Gigi (1958) de Vincente Minelli, basada en una novela corta de Colette. 

El palco, Anglada-Camarasa
Indudablemente los palcos de los teatros y de la ópera o los bailes de máscaras eran los escaparates más buscados por las cortesanas para lucirse- marcando tendencias en moda que eran muy imitadas-, y atraer a nuevos clientes cada vez más poderosos, hasta que los estragos del tiempo o las enfermedades venéreas las arrojaban para siempre de su inestable posición en la cumbre. Las más afortunadas conseguían disimular su borrascoso pasado gracias al matrimonio. La tortura de Swann en En busca del tiempo perdido era imaginarse la vida de lujuria de Odette de Crécy antes de conocerlo.

El Liceo, 1901, Ramón Casas
Escalones más abajo de estas prostitutas de lujo se situaban las bailarinas del Moulin Rouge y otros cabarets, junto con las cantantes y actrices; después venían las prostitutas ocasionales y, finalmente, las chicas que hacían la calle. Se trataba de un fenómeno social realmente muy diverso y de proporciones verdaderamente asombrosas, que resulta clave para interpretar la salud mental y moral de la sociedad francesa del siglo XIX, y, por extensión, la de aquella Europa neurótica que psicoanalizó Freud. No es casualidad que este publicara, al borde del fin de siècle, sus Estudios sobre la histeria (1895), en los que ponía de manifiesto las traumáticas consecuencias que producía sobre la mujer la absoluta represión sexual que encorsetaba sus instintos.
Una ambigua zona gris
Cruzando la calle, Boldini. Nosotros solo vemos a una bella joven atareada. Ellos veían una posible prostituta
La inclusión en el mundo de la noche de prostitutas solo "a tiempo parcial", como lavanderas, floristas, camareras, bailarinas y actrices, generó una indefinida zona gris entre la mujer respetable y la meretriz, lo que a la larga acabó fracturando el rígido sistema de valores de la época. Algunas celebridades del mundo del espectáculo, como Sarah Bernhardt, Lola Montes o Mata Hari, no dudaban en prostituirse cuando andaban escasas de dinero o por pura afirmación de sus deseos. Probablemente les atraía no solo la vida de lujo y placer frívolo que acompañaba la prostitución sino, sobre todo, escapar de las rígidas convenciones sociales impuestas sobre el sexo femenino, una apuesta desafiante contra los valores de la sociedad bien pensante, como Manon Lescaut (1753), una misógina fábula moralista del abate Prevost, que causó un enorme escándalo.

En el Moulin de la Galette, Ramón Casas
Retrato de Suzanne Valadon, Toulouse -Lautrec
La bebedora de absenta, Picasso

La bebedora de absenta, Degas
Un lugar muy demandado para las chicas que hacían la calle eran las terrazas de los cafés. Al caer la tarde se sentaban con una copa de absenta en la mano, a esperar que se encendieran las luces de gas, hora que coincidía con el cierre de las tiendas en que tenían su empleo las prostitutas ocasionales.
Boulevard de Montmartre, 1874, Camille Pissarro
L´Attente, Jean Béraud

A partir de este momento estaban autorizadas para los encuentros con sus clientes. Flaubert escribió que cuando las lámparas de gas se reflejaban en los espejos y en las mesas de mármol, le gustaba pasear por los bulevares para ver a las mujeres, especialmente a las prostitutas.

El café en la terraza, 1890, Ernest Ange Duez
Mujer en una terraza de café por la tarde, 1877, Degas
Durante el día podía resultar difícil, en las calles y locales públicos, descubrir si se trataba de una mujer decente o una prostituta. A los hombres les encantaba jugar a adivinar su disponibilidad sexual. Algunos detalles podían resultar reveladores, como una mirada directa, un lunar pintado en la cara, una falda un poco más corta de lo que mandaba la decencia que dejaba el tobillo al aire, fumar o estar sentada sola en un café. Ninguna mujer honesta se atrevería a hacerlo sin una carabina.  Ramón Casas, sin embargo, pinta a una mujer emancipada, que se atreve a leer y escribir, y que se sienta sola al aire libre sin miedo a la opinión masculina. era una auténtica invitación al cambio.

Au plein air, R. Casas
El artista en el burdel
Los prostíbulos eran una zona franca libre de prejuicios, un mundo en colores fuertes que contrastaba abiertamente con el monótono gris de la decencia burguesa. Frente a las vestimentas severas y los colores fríos y oscuros, las prostitutas atraían a los clientes con el reclamo de los maquillajes excesivos, los vestidos de colores alegres y diseños atrevidos, las gasas y los terciopelos suntuosos. También los hombres en el burdel dejaban temporalmente de lado los convencionalismos. En aquel ambiente podían compartir diversiones de igual a igual con las mujeres, algo impensable para el canon burgués de comportamiento Los intelectuales, escritores y artistas, fieles visitantes de estas casas, encontraban allí una atmósfera más relajada, que ponía entre paréntesis, siquiera fuese por un corto espacio de tiempo, el mundo exterior con su asfixiante ética. 

Salón en la Rue des Moulins, 1894, Toulouse-Lautrec
En los salones de los burdeles podían verse tableaux vivants de mujeres desnudas. en posturas sugerentes y con ropas sutiles, expuestas a la mirada masculina, en espera de ser escogidas. Pero los artistas acudían, tanto o más que para disfrutar de los encantos de aquellas bellezas fáciles, en busca de inspiración. El conde de Toulouse-Lautrec compartió su vida con las meretrices entre 1893 y 1894 y encontró entre ellas, y en el alegre y colorido mundo del cabaret, el respeto y el trato humanitario que le negaba la aristocracia de la que procedía. Su talento atormentado hizo de ello la clave para el éxito de su obra artística. Supo retratarlas con su verdadera individualidad, no como víctimas o ni como seres degradados, los dos extremos entre los que osciló su representación en la pintura de la época. 

Mi muy admirado Toulouse-Lautrec

Dalí, un habitual del famoso Le Chabanais, decía que su ambiente le resultaba idóneo para recopilar ideas. Los lupanares eran entonces el hogar donde habitaban las musas lascivas, el lugar perfecto para encontrar modelos para los desnudos femeninos, que dejaron de ser diosas para convertirse en mujeres de carne y hueso, lo que explica el escándalo que producían aquellos cuadros entre los contemporáneos, como el Almuerzo sobre la hierba (1863) y la Olympia (1863) de Manet. 


Es poco conocido que la modelo que posó para este impactante lienzo, Victorine Meurent, era una pintora. El revulsivo para el público de la época no fue tanto su desnudez sino la descarada forma de mirar de frente y directamente a los ojos del espectador, algo que ninguna mujer decente debería hacer. Olympia se mostraba dueña de su cuerpo, y esto era algo que la sociedad de la época no podía tolerar. Ojalá que conociéramos a Victorine menos por este cuadro que por sus propias obras como artista, pero tampoco se permitía fácilmente a una mujer invadir el espacio creador, casi divino, que se habían reservado los hombres.

Los burdeles fueron también la fuente de inspiración para una nueva paleta colorista que transformó radicalmente la historia de la pintura occidental. Las chicas del prostíbulo en la calle Avignon de Barcelona, con su intenso maquillaje, su desnudez hierática y provocativa y sus posturas forzadas, ofrecieron a Picasso, en 1904, la oportunidad de dar un vuelco definitivo a la historia de la pintura, al plasmar a las desencajadas modelos como si portaran pintorescas máscaras africanas. Antes Picasso ya había estudiado en París el problema social de la prostitución. Con la meticulosidad propia de un sociólogo, visitó y dibujó a las prostitutas encerradas en el hospital de Saint-Lazare. Sus caras deformadas por los excesos y la enfermedad fueron la inspiración para su periodo azul, plagado de mujeres tristes entre sombras, como vírgenes ajadas.

Madre e hijo, 1902, Picasso
Pero la prostitución precipitó algo más que una revolución estética: los intelectuales encontraron en estos mundos cerrados una sociedad al otro lado del espejo, con una filosofía de vida y un sistema de valores inversos que, poco a poco, puso patas arriba los cimientos de la estrecha moral dominante. Realmente no hubo ningún gran autor o artista de la época que no abordara el fenómeno de la prostitución en su obra.
Ritos de paso
En contra de la igualdad entre los sexos que fomenta nuestro sistema educativo, en el siglo XIX existía una rígida separación de los mundos femenino y masculino, enfrentados por modelos de conducta totalmente opuestos. La mujer aparecía a los ojos del varón como una desconocida que lo atemorizaba. Por el contrario, las jóvenes de vida fácil allanaban el camino hacia la mayor de las intimidades solo a cambio de dinero. Frank Kafka escribió: “tengo tanta necesidad de buscar a alguien para tener siquiera un roce amable, que ayer estuve en un hotel con una prostituta”.

El cliente,  Jean Louis Forain
La estricta separación entre los sexos, y la inflexible exigencia de pureza prematrimonial en la mujer, convirtió también a los lupanares en una pieza social clave a través de los ritos de iniciación masculina. Solían tener lugar a los 18 años, momento en que los padres llevaban a sus hijos para que aprendieran cómo comportarse en su noche de bodas. Las prostitutas se hacían cargo del joven como guías expertas en las artes amatorias, mientras el padre esperaba en el piso de abajo tomándose una bebida. Aquellas mujeres, pacientes con la torpeza y la precipitación de los primerizos, oficiaban como auténticas sacerdotisas de un rito profano. El profesor Adrien Proust animó a ir al burdel a su hijo Marcel, que hizo de la experiencia un relato hilarante: "tenía tal necesidad de conocer a una mujer para acabar de una vez con mis detestables hábitos de masturbación, que papá me dio 10 francos para acudir a un burdel", escribió Marcel a su abuelo, añadiendo que, de la emoción, había roto un orinal cuyo importe le exigían, motivo por el cual precisaba el envío de dinero con toda rapidez: “esta es la razón de que necesite 10 francos para satisfacer mis necesidades, además de otros tres para restituir el orinal”. 


Marcel Proust, un habitual del inframundo parisino más elegante, encontró en los prostíbulos casi toda la información necesaria para escribir su magna obra, En busca del tiempo perdido. Allí pasaba largo tiempo charlando en franca camaradería con las meretrices, que tantos secretos conocían sobre la buena sociedad. Al llegar, Proust pedía que le asignaran al menos dos o tres pupilas, que se sentaban a su lado. Mientras bebía un poco de leche, se enzarzaba con ellas en interminables charlas sobre sus clientes. También acudía a un local de prostitución sólo para hombres, conocido con el nombre de "El Templo de la Impudicia". Para él, aquel mundo alternativo encerraba los datos que tanto codiciaba sobre la vida disoluta de la aristocracia y las cuestiones relacionadas con la genealogía y la etiqueta social, hasta el punto de considerar a sus informadoras un Gotha viviente, el famoso almanaque de las rancias genealogías nobiliarias europeas.
Una clientela muy variopinta
Los prostíbulos, con sus ventanas cerradas y la discreción de las madames, se convirtieron en un oscuro y atrayente no-lugar donde dar rienda suelta a los deseos más inconfesables. Aun bajo secreto, la prostitución formaba parte constitutiva de la vida social de la época: los señores respetables, los jóvenes acomodados, los estudiantes, los artistas y los bohemios, compartían lo que podría calificarse como una democracia prostibularia. Los burdeles resultaban también un espacio de diversión alternativo a los salones mundanos, especialmente los más elegantes, como el Sphinx o Le Chabanais. Quienes podían permitirse sus precios, disfrutaban allí de un ambiente refinado, contemplando aquellos cuerpos lujuriosos que, entre cálidos terciopelos, invitaban al amor multiplicados en grandes espejos, con excelentes menús servidos en cuberterías de plata y en la agradable compañía de chicas que dedicaban todo su tiempo a acicalarse. En ese relajado ambiente los potentados se consolaban de las muchas preocupaciones que a diario les acarreaba el incansable amontonar dinero. Las madames recibían a aquellos plutócratas tratándolos con gran respeto y, sobre todo, garantizando el anonimato que necesitaban para poder mantener su fachada de respetabilidad social. 
Baile en la ópera de parís, Henri Gervex

Los casados constituían la mayoría de los clientes de los burdeles, ya que se entendía que esa actividad vergonzante era una salida adecuada para evitar algo muchísimo peor: el adulterio y los hijos ilegítimos, que carecían de existencia a los ojos de la sociedad. Pero no nos engañemos: aunque hombres y mujeres eran víctimas por igual de aquel sistema social opresor, la asimetría entre ambos sexos era abismal. El hombre podía disfrutar de los placeres efímeros sin ninguna mancha en su reputación. El siempre introspectivo Kafka escribió: “ la satisfacción del deseo me parece en el fondo algo inocente y no me deja casi ningún remordimiento”. Todo lo contrario, el hombre ganaba prestigio social con aquellas escaramuzas nocturnas, mientras que la mujer que cometía el menor desliz en su comportamiento era arrojada sin contemplaciones del mundo de la decencia. Para ello no hacía falta más que la sombra de una sospecha.

Jean Béraud
Esplendor y miseria de la prostitución
El predominio de la capital del Sena en el escenario europeo fue tal que convirtió al francés en la lengua de la alta cultura durante todo el siglo XIX. Pero quizá debería hacernos reflexionar que los extraordinarios monumentos que tanto nos admiran en la capital del país vecino se financiaron, en parte, con los impuestos derivados de la degradación física y moral de incontables mujeres. Muchas jóvenes que soñaban con un meteórico ascenso social se vieron atrapadas en las inexorables redes de un mundo sórdido e infamante, como la Nana (1880) de Émile Zola. El sueño del lujo y la molicie era un espejismo porque la mayor parte de las prostitutas cobraba poco y trabajaba en condiciones cercanas a la esclavitud. Salvo para las afortunadas que exhibían sus encantos en burdeles de lujo, que disfrutaban de un ritmo de trabajo mucho más pausado (tres clientes por día y solo dos los domingos), las demás se veían obligadas a atender a un elevado número de clientes cada día sin la necesaria higiene ni privacidad, sometidas a la violencia de la mirada masculina como si fueran fieras encerradas en un zoo humano.

Cafe concert, 1877, Degas
La actitud de las autoridades y la sociedad francesa, que había sido tan tolerante hacia la prostitución, cambió a principios del siglo XX por los serios problemas sociales entonces existentes, como las bajas tasas de natalidad, la preocupación acerca de la degeneración moral del país, los altos niveles de alcoholismo y las temibles consecuencias de la sífilis.

La Bella Otero
Los fotógrafos tenían prohibido realizar fotografías dentro de los burdeles, porque la venta de esas foto fotos era ilegal, de manera que sólo nos queda como documento de la época la visión del fenómeno por los pintores y escritores. Evocando el conocido título de una obra de Balzac, una exitosa exposición en el Museo d ´Orsay nos recordaba el esplendor y miseria de la prostitución en el siglo XIX a través de pinturas y fotografías. Pudo verse en París hasta enero de 2016.
Agustina Segatori, Van Gogh

Young Woman at a table, Toulouse Lautrec
En el café Hartcourt de París, 1897, Henri Evenpoel


Fuentes consultadas:
-Scaraffia, Giuseppe: Señoras de la noche. Editorial Antonio Machado Libros, 2015.
-García Martín, Pedro: La clase de danza de Edgar Degas. Revista Descubrir el Arte. Septiembre 2015.
- Moline, Jean: Pintores catalanes en Montmartre (1880-1900). Revista Electrónica de Estudios Filológicos. Web. 13-11 2015.
-Sciolino, Elaine: “Splendor and Misery: Images of Prostitution”, Captures a Profession in Paris through Artists ´Eyes. 21-9-2015. The New York Times. Web. 4-11-2015.
- Vassor, Bernard: Les brasseries de femmes, ou brasseries a femmes. Web.
-Willsher, Kim:Cocottes, courtesans and sex in the city: Paris celebrates art of the demi-monde. The Guardian. 19-9- 2015.Web.4-11-2015.
-Willsher, Kim: Monet, cabaret and absinthe: Paris yearns for” la belle époque. The Guardian. 15-2-2014. Web. 4-11-2015.
- Splendor and Misery: Images of Prostitution. Museo d´Orsay. Web. 4-11-2015.
- Can-can. Wikipedia. Web.16-11 2015.
-Demi-mondaine. Wikipedia. Web. 19-12-2015.
-Histoire de la prostitution en France. Wikipedia. Web. 23-11-2015.

La parisién, Louis Vallat

Comentarios

  1. Una buena aproximación a la prostitución y un tratamiento amplio y diverso, que nos hace recordar los papeles prescritos de la mujer en gran parte de las sociedades: o circunscrita a la casa - el gineceo - o en la calle, siendo "mujer pública", sin solución de continuidad hasta hace bien poco. Al leer la entrada, no podía dejar de pensar en la antigua Grecia y sus hetairas, una salida para aquellas mujeres que tenían inquietudes de ir más allá de la vida interior y ser una moneda de alianzas entre la familia paterna y la familia del marido. Era una posibilidad de tener "una habitación propia" - vuelvo a Virginia Woolf - e incluso acceso a lecturas y a tratar con intelectuales de los que podían aprender. También existían las "pornoi",en un plano más económico y con menos aspiraciones.
    En el fondo de la cuestión sigue latiendo la idea de Levi- Strauss de las mujeres como elemento intercambiable para el establecimiento de alianzas; la mujer cosificada y convertida en un valor de cambio, sin tener oportunidad de decidir acerca de su futuro.Si a esto le añadimos el tratamiento de la sexualidad en nuestra cultura, como un mundo íntimo y escondido, prescrito por la religión al matrimonio, las mujeres quedan divididas entre las que se someten a los designios del varón (padres o maridos), y aquellas que están fuera, estigmatizadas, pero la vía de escape de los deseos y fantasías del varón, una vez más cosificadas, usadas y dejadas una y otra vez.Sin embargo, y tal como señalas, el reconocimiento de su labor, su información y su posibilidad de vivir a su manera, ha sido resaltado por infinidad de artistas, pintores o novelistas que han dado a conocer unos personajes entrañables, y en gran parte de los casos, subrayan su gran corazón.

    ResponderEliminar
  2. Felicidades por la entrada, muy bellamente ilustrada. Después de leer esto, el "barrio rojo" de Amsterdam me parece un carrusel.

    ResponderEliminar
  3. Tuvimos como guía del Barrio rojo de Amsterdam a un Salesiano. Nos entristeciò, no el Salesiano, que era bastante jovial, cuidaba la parroquia a la que acudían las católicas y nos ilustró sobre la sociología de aquel circo, como espejo de todas las guerras mundiales...

    Iba a escribir "cómo hemos cambiado", pero he recordado la impresiòn que me causó mirar desde una ventana de la Rue Courcelles a las que hacían la esquina, instruido en ello por el magnífico Monsieur Goutal. A principios de los 70, algo impensable aquí.
    Y he pensado en el inmenso escaparate de la Red, mostrador de carnaza sin corazón y placer sin alma.

    Un mundo sórdido sin duda también aquél, envés de la hipocresía machista, que puede resplandecer sublimado únicamente gracias al arte y al genio de los artistas.

    Luego he pensado en la gracia de Irma la Dulce, y se me ha alegrado la cara.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Mil gracias por sus reflexiones, José. No se me ocurre un comentario mejor traído. A mí también me pareció el Barrio rojo un zoo humano. En un reciente viaje a Amsterdam el guía nos dio todo lujo de detalles con la fría impasibilidad de un entomólogo en visita guiada por un mariposario.

      Eliminar
  4. Mi amigo Jose Ignacio me ha enviado este precioso comentario, que le agradezco de todo corazón:
    "He leído tu artículo sobre la prostitución en París en el siglo XIX: ¡magnifico! Ignoraba que tantos cuadros de escenas de la vida de Paris, aparentemente inocentes, retraten las idas y venidas de las prostitutas de la época. Sigo admirando tu estilo al escribir. Consigues decir fácilmente lo que, como en este caso, podría ser engorroso y sales airosamente de los pasos más complicados. Describes con tanta viveza los lugares y las situaciones que parecería que has viajado en el tiempo hasta allí y nos contaras tus impresiones. Supongo que no habrá tantas imágenes del Madrid de esa época. Me pregunto si te animarías a intentarlo. Es un retrato tan vivo y tan real que merece la pena. Felicidades otra vez más, eres única".

    ResponderEliminar
  5. ¡Qué estupendo artículo! felicidades y muchas gracias por ponerlo a la disposición de los lectores.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Te agradezco muy sinceramente tu comentario. Es un gran estímulo para intentar seguir haciendo las cosas bien.

      Eliminar
  6. Además de disfrutar con la lectura del artículo, maravillosamente escrito y documentado, y de contemplar con gusto las bellas ilustraciones que lo adornan, me ha enseñado montones de cosas que no sabía acerca de su historia como fenómeno social. También yo pensé con esa protolegalización de la prostitución en París en el Barrio Rojo de Amsterdam y, como mucha gente, pensé que era una visita poco afortunada a la que no sé por qué demonios los tours operators siguen considerando esencial en la visita a la ciudad. No me gustó esa exhibición en los escaparates de chicas que, a veces, me parecían insultantemente jóvenes y que me transmitían un no sé qué de tristeza que helaba mi corazón que me hizo preguntarme qué coño hago yo aquí y todos estos gilipollas que hay a mi alrededor. Seguro que debe haber otros medios de dignificar a esas mujeres que ejercen la prostitución y debería de convertirse en un reto de primera necesidad, dado que no parece que su prohibición o la persecución a la clientela sean medidas efectivas. Mientras no se acabe con las redes internacionales de mercado de personas que resulta tan lucrativo, sólo se estarán poniendo parches en el casco del Titanic. Gracias, Encarna, por hacernos reflexionar con tus estupendos artículos.

    ResponderEliminar
  7. Bueno, esta entrada la pensé en su día para dedicársela a mi amiga María Poza. Para mí ella era una figura tan grande que al final no me atreví a hacer la dedicatoria. María ya no está con nosotros pero ella fue la fuerza motriz para este trabajo. In memoriam 2020.

    ResponderEliminar
  8. Impresionante artículo. Me ha fascinado, por lo que mis más sinceras felicitaciones. Obras maestras del arte que recogen como fotografías ese recorrido histórico. Y es que no hay que engañarse, la prostitución siempre ha estado presente en la historia del ser humano. No podemos negarlo.
    Un post genial. Saludos y gracias por compartir!

    ResponderEliminar
  9. Maravillosa entrada Encarna! El estilo narrativo empleado para el tratamiento del tema no puede ser más funcional y a la vez tan hermoso!!. Suscribo las palabras que te dedica tu amigo José Ignacio. Felicidades.
    Las ilustraciones me han llevado de nuevo a muchas de las obras impresionistas que pude visitar en el Museo D' Orsay hace unos años. Mi recuerdo visual está casi intacto de " Olimpya" , " El almuerzo sobre la hierba" Manet, " La clase de baile", Degas..... y tantos otros paisajes urbanos impresionistas..........Efectivamente, creo que en Olimpya se resume la mirada de los artistas decimonónicos hacia el mundo de la prostitución que de forma tan escelente has tratado. Esa Venus recostada a la manera de las pinturas renacentistas, pero aquí el rostro es el de una prostituta común a la que el pintor pone rostro, lo individualiza. Los artistas volvieron su mirada hacia todas esas minorías, hacia esas mujeres que sufrieron situaciones continuadas de abusos y explotación en el contexto de una sociedad que nunca las permitió desarrollar una existencia a la altura de sus sueños o sus deseos.
    Y cómo has aludido a los paseos nocturnos de G. Flaubert , no puedo dejar de mencionar una de mis novelas favoritas : Madame Bovary.
    Citas también a mi adorado Kafka, Prouts.... Una delicia, en suma.

    En fin...Toda la entrada me ha deslumbrado. Muchas gracias . Un abrazo

    ResponderEliminar
  10. Interesante el artículo. Yo busco muy especialmente los burdeles elegantes en el cine, aquellos lugares de rituales y de bella decoración, al estilo de Kubrick en "Ojos Bien Cerrados". Y una escena muy corta en la película española "La Vampira De Barcelona": Teatralidad y arte que dignifican a estos lugares. Gracias.

    ResponderEliminar
  11. Por suerte descubrí su excelente artículo. Me encanta la originalidad de la aproximación a la prostitución. Felicitaciones.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchísimas gracias por su comentario. Siempre agradezco profundamente a los lectores el tiempo que dedican a mis pequeños trabajos y, más aún, cuando lo comentan. Un saludo.

      Eliminar

Publicar un comentario