TRADICIONES NAVIDEÑAS (III). EL ÁRBOL DE NAVIDAD

El árbol de Navidad es otra tradición alternativa en el cristianismo para festejar la venida de Jesús al mundo, aunque tiene unas raíces mucho más antiguas que lo emparentan con los cultos del solsticio de invierno en las culturas centroeuropeas y del Oriente próximo en el mundo antiguo. En ellas, la adoración al roble o al abeto, asociados a sus respectivos dioses, aportó un caudal de elementos simbólicos que fueron incorporándose al árbol de Navidad, como sus profusos adornos, la simbología de los colores y otras costumbres relacionadas con elementos vegetales. Trataremos de dar una visión global de esas distintas mitologías originarias y su proceso de transformación, para ver hasta qué punto el sincretismo religioso permitió la pervivencia de elementos paganos, que solo fueron cristianizados de una manera superficial. Y, para terminar, recordaremos una preciosa narración histórica que demuestra el poder aglutinador de las tradiciones compartidas, por encima de las barreras que levantan las naciones, y un bello cuento decimonónico en el que el árbol de Navidad tiene un papel capital.

El roble, un árbol sagrado para los antiguos
Los pueblos indoeuropeos adoraban al roble por su contribución esencial para la agricultura y la ganadería, en cuanto que este árbol favorece la vida vegetal y animal a su alrededor. En muchas de esas culturas antiguas, el roble acabó asociado a los dioses más poderosos, los que se manifestaban a través del rayo y el trueno, fuerzas fecundantes y fertilizadoras de la Naturaleza. Mediante rituales mágicos celebrados siguiendo la secuencia de los ciclos agrícolas, este árbol era reverenciado como espíritu benefactor de los humanos. Para comprender la razón de la omnipresencia de esos cultos en las culturas agrarias en torno al solsticio de invierno, el 21 de diciembre, la noche más larga del año, es imprescindible advertir que nuestros ancestros creían que la naturaleza, en ese momento, estaba muerta. Pero no en un sentido metafórico sino literal, visto que no daba fruto alguno. Y justo en las fechas en que el sol calentaba de forma más débil y durante menos tiempo, realizaban ritos propiciatorios para que renaciese, con el fin de asegurarse las buenas cosechas y pasto para los ganados imprescindibles para su subsistencia. Con esas ceremonias veneraban a los espíritus arbóreos, ofrendándoles algunos bienes a cambio de los cuales pretendían conseguir su benevolente protección para la familia, la casa, los campos y las reses. Esta costumbre pagana, a pesar de la cristianización de Alemania, perduró hasta la Edad Media entre las comunidades campesinas. A través de ese  inequitativo intercambio de regalos con las divinidades, los  humanos siempre hemos buscado obtener la mayor ventaja, una de las razones para que se hable del “enigma del don” (Maurice Godelier).


La noche del 21 de diciembre, armados con una hoz de oro, los druidas celtas se adentraban en el bosque a cortar el muérdago, siempre vivo en simbiosis con el roble. Se trataba de una ceremonia para propiciar que la tierra despertara de su sueño invernal y diera pronto el esperado fruto. Pero esta planta, sagrada en la mitología céltica, como podía recordar las antiguas ceremonias paganas, fue sustituida por el acebo por el cristianismo. El borde espinoso de sus hojas podía asimilarse a la corona de espinas de Cristo, y los frutos rojos  a su sangre derramada por la Humanidad.


El roble era un árbol caducifolio, razón por la cual a mediados de otoño quedaba desnudo de hojas. Era en ese momento cuando los antiguos pensaban que el espíritu del roble abandonaba el bosque, y trataban de atraerlo de nuevo colgando de sus ramas vistosas telas de colores y piedras pintadas. El retorno del espíritu de la naturaleza cada primavera demostraba la eficacia de estos rituales. Con los siglos, los adornos del árbol se asimilaron a otras tradiciones, como la de Papá Noel o Santa Claus, personajes que traían regalos a los niños. Pero antes fue preciso desterrar al roble en favor del pino o abeto, árboles de hoja perenne que permitieron a la Iglesia cristiana sepultar el pasado pagano de esta costumbre y añadirle un simbolismo más cristológico.

Del roble al pino-abeto
El promotor del cambio fue San Bonifacio (680-754), arzobispo de Maguncia y evangelizador de Germania. En ese empeño cristianizador de las costumbres centrouropeas, se atrevió a cortar el árbol de Thor con un hacha, plantando en su lugar un pino,  al que llamó el árbol del Niño Jesús. Para ello Bonifacio pudo basarse en mitos griegos y romanos, que a su vez repetían los esquemas de otras mitologías del Mediterráneo oriental. Así, el mito de Adonis, que evocaba la muerte y resurrección de la Naturaleza. Igualmente, el de Dioniso- Baco, a quien representaban con una piña en la mano, signo de la inmortalidad de la vida vegetal y del retorno cíclico de las estaciones. El pino y el abeto eran los árboles sacros de Saturno, dios de la agricultura en Roma. Su función era garantizar el poder fecundador del sol y la continuidad de las estaciones. Lo mismo ocurría entre los babilónicos con Nimrod, el dios padre, representado por un tronco viejo, que revivía en su hijo el 25 de diciembre. En esa fecha brotaba un árbol siempre verde que significaba que Nimrod volvería todos los años para entregar sus presentes a los humanos.  
En Roma, las Saturnalias, del 17 al 24 de diciembre, fechas previas a la navidad cristiana, eran momento para el alboroto, la alteración de las reglas sociales, para celebrar grandes banquetes  y para el intercambio de regalos que, con el tiempo, se fueron haciendo cada vez más ostentosos. Otra tradición más, instituida el año 274 d. C., era la celebración del Nacimiento del Sol Invicto, el 25 de diciembre, coincidente con el natalicio del dios Mitra, de origen frigio, cuyo culto tuvo gran difusión en el Bajo Imperio romano. Durante esta época, las casas se decoraban con ramas y se encendían fuegos para despertar en el pálido sol el deseo de calentar con más fuerza. Las gentes intercambiaban ramas de acebo como prenda de amistad, y también se hacían ofrendas debajo de un pino o abeto decorado con figuritas y máscaras.

Cibeles y Atis
También pueden invocarse, como ejemplos de cultos antiguos en los que las coníferas tenían un papel protagonista, los de la diosa oriental Cibeles, Demeter para los griegos y Ceres para los romanos, deidades todas ellas protectoras de la agricultura. En Roma, el ceremonial comenzaba cortando un pino, que se transportaba al templo de Cibeles en el Palatino el 21 de marzo, equinoccio de la primavera. Para los romanos esta fecha constituyó el comienzo del año hasta mediados del siglo II a. C., concretamente en el año 153 a. C., y todavía lo es hoy en países de Oriente Medio como Irán. Aquel pino cortado, un trasunto simbólico de Atis, el amado de la diosa que había muerto, se envolvía con una tela a modo de sudario, adornado con cintas de lana y guirnaldas de violetas. Cuando Atis finalmente renacía, como los campos con la estación de las flores, se desataba un gran júbilo entre los adoradores de la deidad, entregándose a juegos obscenos, banquetes y bailes de máscaras, en los que quizá no sea difícil ver un antecedente de los carnavales. Con esas grandes fiestas los romanos despedían al Año Viejo y daban la bienvenida al Nuevo. En el proceso de cristianización de estos ritos resistentes, se disgregó el ceremonial de Cibeles en una parte que correspondía a Navidad-la que festejaba el comienzo del nuevo año-, mientras que la muerte y resurrección divina se pospuso a las festividades de Pascua.
Igualmente tenía un simbolismo netamente vegetal, relacionado con las crecidas del Nilo y el poder fertilizador del negro limo del río, el mito de la muerte y renacimiento de Osiris.
Por último, en el solsticio de invierno los escandinavos adoraban a Frey, dios del sol y la fecundidad, adornando un árbol de hoja perenne que representaba el universo. Ese árbol tenía en su copa el Asgard, la morada de los dioses, y el Valhalla, el palacio de Odín, mientras que sus raíces albergaban el reino de los muertos, Helheim.

El tronco de Navidad
En Cataluña perdura una antigua costumbre navideña, el Tió de Nadal o tronco de Navidad. Bajo la apariencia hoy de un simple divertimento infantil,  en realidad se remonta a la noche de los tiempos, como resalta P. Rodríguez en Mitos y tradiciones de la Navidad. Este ritual agrario tradicional, que se practicaba también en otros rincones de España, se perdió al desaparecer los hornos de leña en las casas de las ciudades, aunque está empezando a recuperarse. Hasta hace 40 o 50 años el momento más esperado de la Navidad era el encendido de un gran tronco en familia. Al principio tenía lugar en la Nochebuena, mientras los payeses esperaban para asistir a la Misa de Gallo, y después se trasladó a la mañana del día de Navidad. Se lo abrigaba con una tela (lo que a mí me recuerda el ritual de Atis en los cultos de Cibeles) y, sin que lo viesen los niños de la casa, se escondía en algún hueco del tronco dulces, turrón, vino y regalos. Después llamaban a los más pequeños que, aporreando el tronco con un bastón, conminaban al tió a “cagar” y “pixar” sus tesoros al son de esta famosa canción (hay otras versiones parecidas): “¡Tió, Tió, caga torró, d´ aquell tan bo. Si no en tens més, caga diners. Si no en tens prou, caga un ou. Caga tió!” Después se colocaba el tronco al fuego para que ardiera lentamente, guardándose un trozo al que se atribuía el poder de proteger la casa contra rayos e incendios, favorecer las cosechas y librar a los hombres y animales de enfermedades y hasta del diablo. Ese talismán se echaba al fuego en el año siguiente, representando la continuidad de esa protección.
Pero lo que escondía este rito era una costumbre mucho más arcaica de los pueblos septentrionales. Estos golpeaban los árboles para despertar al espíritu dormido de la Naturaleza. Por otro lado, los fuegos que encendían aquellos pueblos, adoradores del sol, quemando el roble sagrado, se relacionaban también con el culto a los difuntos. Los antiguos creían que su alma regresaba en estas fechas a su casa durante un día, y encendían hogueras para ayudarles a orientarse. Antes de que el cristianismo adelantase la festividad tradicional de los difuntos a primeros de noviembre, para distanciarla convenientemente de la Natividad de Jesús y marcar claramente las diferencias entre uno y otro momento, era precisamente en el solsticio de invierno cuando se celebraba el retorno de los muertos. Para ellos era una festividad jovial, pero con el cristianismo pasó a ser tan luctuosa como alegre lo es la Navidad.

El árbol cristianizado
Tal como lo conocemos ahora, el árbol de Navidad es un pino o abeto, natural o artificial, de tamaño variable, que se coloca en los hogares, tiendas o plazas. De sus ramas cuelgan bolas de plástico o cristal (rojas, plateadas, doradas…), lazos, figuras en forma de manzana, campanillas, zuecos o calcetines de lana, golosinas, paquetitos de regalos y luces. Se coloca una estrella en la cúspide, y se adorna con cintas y/o espumillón.
El simbolismo cristiano vinculado al árbol de Navidad evoca a los dos árboles míticos del paraíso, el del Bien y del Mal, de ahí la tentación de la manzana, y también el árbol de la Vida. La decoración que lo cubre simboliza los dones de Dios a los hombres, y está coronado por la estrella de Belén. Muy oportunamente, el abeto tiene una forma triangular que puede relacionarse con el misterio de la Trinidad. El hecho de que sea un árbol de hoja perenne remite al amor infinito de Dios. Las luces y velas simbolizan la luz de Cristo, mientras que los lazos se refieren a la unión familiar, uno de los mensajes más potentes en esta época del año. Pero también en toda esa decoración podemos encontrar una gran evolución y un asombroso proceso de expansión por contacto cultural, en el que siguen escondidos significados precristianos. Las campanas son un residuo animista, pues su sonido aleja los malos espíritus. En cuanto a los zuecos o botas, o bien los grandes y vistosos calcetines que se cuelgan en Gran Bretaña y Norteamérica, donde Papá Noel deja los dulces y regalos, son una rememoración de la antiquísima práctica de dejar el calzado en el bosque para que los gnomos y espíritus del bosque compartieran sus tesoros.
Igualmente hay algo sin duda mágico en el significado de los colores típicos navideños. En el mes más gris y apagado, con menos luz durante el día, intentamos convocar a la primavera con el verde, que es el color de la esperanza pero también de la naturaleza; el rojo, como la sangre de Cristo, es la generosidad de la entrega pero también la vida y el fuego del sol; y el oro anuncia la prosperidad pero todavía sigue recordando el trigo dorado de la buena cosecha.
Al principio, los fieles colgaban del árbol de Navidad dulces y manzanas. En Selestat (Alsacia), en una región de honda tradición germánica, se documentó por primera vez, en 1521, la presencia del árbol navideño. En aquella época solo se colocaban en establecimientos comerciales, mientras que las casas se decoraban con ramas de coníferas. Poco a poco los árboles fueron incorporándose también a los hogares, aunque entonces se colgaban del techo. 



En el siglo XVI el árbol de Navidad ya era habitual en Estrasburgo, considerada con toda razón la capital mundial de la Navidad, y con cuya maravillosa decoración tuve la oportunidad de embelesarme el año pasado. Toda Alsacia es una gran fiesta de la luz durante estas fechas, con sus mercaditos y las calles atestadas de gente pese al frío reinante. En el castillo de Haut-Koenigsbourg, en plena ruta del vino alsaciano, me sorprendió un árbol de Navidad adornado con manzanas y grandes obleas, recordando la tradición de contraponer el pecado al don divino de la eucaristía.
Castillo de Haut Koenisbourg
En el siglo XVII, durante la Guerra de los 30 Años (1618-1648), los suecos introdujeron el árbol de Navidad en Alemania. Para finales del siglo XVII los nobles alemanes ya iluminaban los árboles navideños de sus salones con velas, novedad que se expandió al norte y este de Europa. El príncipe alemán Alberto de Sajonia- Coburgo- Gotha, casado con la reina Victoria, llevó el árbol de Navidad a Inglaterra en 1829. Tiempo antes,  los artesanos del vidrio en Bohemia habían comenzado a elaborar bolas y otros adornos de cristal, una artesanía con un éxito perdurable.
Desde principios del siglo XX, por influencia de los inmigrantes nórdicos y alemanes, los norteamericanos decoraban sus calles con grandes abetos. No obstante, Francia no adoptó el árbol de Navidad hasta después de 1941. Desde el país vecino y a través de Cataluña, el árbol de Navidad acabó penetrando en España, aunque los defensores a ultranza del belén declararon la guerra a aquel intruso de raíces paganas poco disimuladas. Pero para quienes nacimos después de esas incruentas batallas ideológicas y que crecimos acostumbrados a ver en nuestras casas, simultáneamente, el belén y el árbol, no deja de resultar sorprendente toda esa larga historia que ambos símbolos traen a sus espaldas.


Árboles de Navidad en las trincheras: La Tregua de Navidad
Uno de los episodios más emotivos y dignos de recordar de la Primera Guerra Mundial fue el que aconteció hace cien años, en diciembre de 1914, mientras que las tropas aliadas luchaban contra los alemanes en la frontera entre Bélgica y Francia. Cuando llegó la Nochebuena, los alemanes, fieles a sus costumbres navideñas, colocaron árboles iluminados en los parapetos de las trincheras. 

Después entonaron Stille Nacht, “Noche de Paz”, y, para gran sorpresa, los británicos contestaron desde el otro lado cantando carols. Pronto se reunieron unos y otros en un alto el fuego espontáneo, intercambiando saludos, fumando juntos y cantando más villancicos. Durante el día de Navidad se ayudaron mutuamente a enterrar a sus muertos, con una misa en la que un capellán escocés leyó en inglés y alemán el Salmo 23, que comienza con “El Señor es mi pastor, nada me falta…", y hasta jugaron un partido de fútbol. 

Alemanes e ingleses compartiendo fuego

Lástima que esa confraternidad no durara más por impedirlo los mandos superiores de uno y otro ejército. Un combatiente alemán rememoró en una carta aquella grata experiencia: “Qué maravilloso, y qué extraño al mismo tiempo”. Ciertamente, el poder de los símbolos compartidos es más fuerte que el odio entre los gobernantes de las naciones. La paz y el amor en la Navidad eran un mensaje común para los soldados de ambos bandos. Sí que es rara esa capacidad que tienen los símbolos y la música para unir, para aglutinar a gentes distintas en torno a significados compartidos.
Monumento en Ypres que recuerda este encuentro en medio de una atroz guerra
Un árbol de Navidad de cuento
Quisiera terminar este apresurado repaso de mitos y tradiciones con un precioso relato en el cual el árbol de Navidad tiene un papel central, "La pequeña cerillera". Resumo el texto, que nos es familiar a todos, para poner el acento en la parte referida al árbol, que quizá no recordéis con detalle.


"Hacía un frío horrible. Nevaba y comenzaba a oscurecer. Era la última noche del año, la noche de San Silvestre. En medio del frío y la oscuridad, una pobre pequeña con la cabeza descubierta y los pies descalzos recorría las calles. En un viejo delantal llevaba fósforos y sostenía un paquete en la mano. En todo el día nadie le había comprado, nadie le había dado un triste chelín, y hambrienta y aterida de frío, caminaba con aspecto abrumado. Había luces en todas las ventanas y hasta la calle  llegaba un delicioso aroma a ganso asado. Era la víspera de Año Nuevo. Sí, no lo olvidaba. No se atrevía a volver a casa pues no había vendido ningún fósforo, no había conseguido una sola moneda y su padre le pegaría. Tenía las manos casi muertas de frío.  ¡Ay!, un fosforito le vendría muy bien. Si se atreviera a sacar uno del manojo y a frotarlo contra la pared para calentarse los dedos… Sacó uno. ¡Rass! ¡Cómo chisporroteaba, cómo ardía! Vio una llama cálida, clara como una lucecita cuando la resguardó con la mano. ¡Qué extraña luz! Encendió otro fósforo más... Se encontró sentada bajo el más maravilloso árbol de Navidad, más grande incluso y con más adornos que el que viera a través del cristal de la puerta en casa del rico comerciante las navidades pasadas. Mil velitas resplandecían en sus verdes ramas e imágenes de todos los colores como las que decoraban los escaparates de las tiendas la observaban

La niña alzó sus pequeñas manos y entonces el fósforo se apagó. Las innumerables lucecitas de la Navidad subieron más y más alto y vio que eran refulgentes estrellas. Una de ellas cayó, dejando una larga estela de fuego en el cielo. “Alguien está muriendo”, se dijo la pequeña fosforera. Su anciana abuela ya fallecida, que era la única que le había tratado con cariño, le había dicho una vez: “Cuando una estrella cae, se eleva un alma hacia Dios”. Volvió a frotar otro fósforo contra la pared. Todo se iluminó y entre el resplandor vio a su anciana abuela, nítida, radiante, dulce y cariñosa. ¡Abuela!- gritó la pequeña. ¡Llévame contigo! Sé que desaparecerás cuando el fósforo se consuma, igual que la calida estufa, el delicioso asado y el gran árbol de Navidad. Y encendió apresuradamente el resto de los fósforos del manojo, porque quería retener a su abuela. Los fósforos resplandecieron, y el fulgor de su luz era más intenso que en pleno día. La abuela jamás había sido tan hermosa, tan alta. Tomó a la pequeña en sus brazos y, envueltas en luz y dicha, volaron alto, muy alto. Y ya no hubo frío, ni hambre ni miedo. Estaban en el Reino del Señor".

Hans Christian Andersen (1805-1875) escribió este bellísimo y triste cuento en 1845, dedicándoselo a su madre. Su familia había sido extremadamente pobre y, como la pequeña cerillera, él también tuvo que mendigar y dormir a la intemperie. Es todo un canto a la honestidad de las clases trabajadoras, una sutil crítica a la extrema dureza de sus condiciones de vida en aquel desigualitario siglo XIX, en el que la brecha entre las clases pudientes y los menesterosos se había convertido en abismal, lo que arrastraría a las revoluciones de 1848 y 1870 que incendiaron toda Europa. Es llamativo que, en este relato, los deseos irrealizados que la pequeña cerillerita vislumbra a luz de los fósforos, el delirio de la pobre infeliz mientras está muriéndose de frío la última noche del año, son el calor de la estufa, el suculento pato relleno, y el maravilloso árbol de Navidad iluminado, algo que hemos visto que entonces solo estaba al alcance de los acaudalados comerciantes y de las familias más acomodadas. Nada falta a esta historia para convertirla en mítica. Como hemos visto ya otras veces, también es posible aquí detectar  una secuencia del eficaz esquema narrativo del viaje del héroe, descrito por el mitólogo Joseph Campbell en El héroe de las mil caras (1949). La niña debe superar las pruebas del hambre y el terrible frío de la noche invernal para poder llevar alguna moneda a casa y así escapar del injusto castigo paterno que tanto teme. Para ello, utiliza la ayuda de los fósforos, cuyo brillo y calor sobrenaturales la introducen en un mundo mágico, en el que el ganso asado puede andar o las velitas del árbol navideño se convierten en estrellas del firmamento. Con las últimas cerillas logra retener la imagen de su querida abuela ya fallecida que, actuando como su guía espiritual, la acompaña en  el Gran Viaje al otro mundo, para ayudarla a  traspasar sin miedo el umbral entre la vida y la muerte.Quizá no sea tan casual que en este cuento, en el que se sedimentan tantas tradiciones centroeuropeas, el alma de la abuela regrese a la tierra atraída por el fuego de la pequeña cerillera. 


Fuentes consultadas:
-Rodríguez, Pepe: Mitos y tradiciones de la navidad. Ediciones B, 2010.
-"Arbol de navidad". Wikipedia. Web.10/12/2014.
-"Tregua de navidad". Wikipedia. Web. 4/1/2015.
-"La tregua de navidad". Revista National Geographic diciembre 2014.
Tenéis las previas entradas de esta serie en los siguientes enlaceshttp://anthropotopia.blogspot.com.es/2014/12/tradiciones-navidenas-ii-el-belen.html, sobre el belén; http://anthropotopia.blogspot.com.es/2014/12/tradiciones-navidenas-i-el-canto-de-la.html sobre el canto de la Sibila.

Comentarios

  1. "El símbolo era una contraseña, una moneda partida que servía para que el poseedor de una mitad reconociera al desconocido poseedor de la mitad restante. La inteligencia, al convertir la realidad en símbolo, afirma un postulado chocante. Lo que vemos es sólo la mitad de lo que hay. Lo visible es la llave de lo invisible, que a su vez revelará el verdadero significado de las apariencias".
    Esta es una cita de Hani que he encontrado en el texto de Jose Ignacio González Lorenzo sobre el arte mudejar y que viene al pelo de todo este recorrido por los bosques germánicos, por las fiestas de Cibeles, por las calles de Copennhague, por las trincheras y por los hogares cristianos, con que he querido ilustrar la enorme curiosidad que me suscitó aquel árbol adornado con hostias en Koenigsbourg hace un año.

    ResponderEliminar
  2. ¡¡Excelente artículo Encarna!! Leerte siempre es un placer.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchísimas gracias por leer y comentar. Tus palabras me llenan de satisfacción.

      Eliminar
  3. Una excelente entrada que nos muestra cómo las culturas van "reciclando" tradiciones y costumbres anteriores dándoles una nueva forma y llegando a instalarse como unos elementos propios de ella, y que a los habitantes de cada cultura le parecen "naturales, de toda la vida". Podríamos ver en ello un ejemplo del difusionismo y los préstamos culturales.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Sí, efectivamente, es un ejemplo muy claro de difusionismo. Y es verdad que estas tradiciones las tenemos tan próximas que no se nos ocurre que haya nada que estudiar en ellas. Yo misma no lo había pensado hasta este año, y al final no he podido trabajar con los temas más interesantes y de mayor calado. Me he quedado sin tiempo, lamentablemente, porque las fiestas son cortas. Espero anhelante ocuparme de ellos el año que viene.

      Eliminar
  4. Excelente entrada, felicidades. Me gustaría moderarla aportando dos cortos de animación. El primero, muy satírico, se debe a Bill Plympton y se titula "The Exciting Life of a Tree":

    https://www.youtube.com/watch?v=DFKEr0JHbAs

    El segundo, más conmovedor, es una versión disnayana, relativamente reciente, de "La pequeña cerillera":

    https://www.youtube.com/watch?v=uTE7CVCuMz0

    Saludos postnavideños,

    M

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Maravillosas animaciones que complementan muy bien la entrada, de manera emotiva la segunda y divertida la primera. Es todo un lujo tener a una animadora como tú de comentarista siempre fiel en Tinieblas y te agradecemos muy sinceramente tus aportaciones siempre tan oportunas.

      Eliminar
  5. Completo, ameno...
    Tus trabajos tienen mucho mérito, son ricos e inspiradores. Saludos. PAZ

    ResponderEliminar
  6. Un lujo tenerte por lectora. Mil gracias por tus palabras.

    ResponderEliminar
  7. Preciosa entrada Encarna. Felicidades y muchas gracias por compartir con nosotros este maravilloso artículo. Y como muy bien decís en vuestro diálogo, ésto es un claro ejemplo de Difusionismo Cultural , la influencia, la irradiación de estos préstamos culturales en muchas de las sociedades con las que compartimos tantos elementos comunes, a la par también que lo son en sus diferencias.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario