IDENTIDAD MORAL Y DIMENSIÓN TEMPORAL EN EL NUEVO CAPITALISMO

Contra la apariencia abstracta y uniforme de la dimensión  temporal, los mecanismos de control social imponen una experiencia del tiempo variable en cada momento histórico. Si con el modelo empresarial vigente durante gran parte del siglo pasado la vida laboral podía construirse a largo plazo, con el nuevo capitalismo el tiempo vital se ha fragmentado a causa de la  precarización de las relaciones laborales, con resultados catastróficos sobre  la identidad de los sujetos.
 Abstract
We think on time as an abstract and uniform dimension but, in fact, we have different social experiences of time in each historical period. While working life could be built in the long term during the last century, since nineties the vital time has been fragmented because of the precariousness of labour  relations, with catastrophic results on the moral identity of individuals.

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Solemos considerar el tiempo como una magnitud para la medida del movimiento, a la manera de  Aristóteles,  o bien como una categoría a priori del entendimiento, el armazón que necesario para pensar, en línea con Kant. Pero con esos dos enfoques se nos escapa algo fundamental, que ya puso de manifiesto Emile Durkheim en Las formas elementales de la vida religiosa (1912): en la medida en que sólo alcanzamos una experiencia del mundo parcelada en periodos de duración que han sido establecidos socialmente, el tiempo es también una institución social. Más difícil resulta advertir que el tiempo puede ser, igualmente, una herramienta a través de la cual ejercer el poder de dominación sobre los colectivos humanos. Los mecanismos de control social actuantes en cada momento histórico han dado lugar a diferentes experiencias del tiempo vital, en conexión con las peculiaridades de los sucesivos modelos económicos. Podemos verificarlo mediante un breve repaso a la historia del capitalismo. 

Zygmunt Bauman
Como demuestra Zygmunt Bauman en Trabajo, consumismo y nuevos pobres (1998), la naciente industria fabril en el siglo XVIII se nutrió de ingentes masas de campesinos, que solo con gran dificultad se adaptaron al ritmo de unas jornadas laborales agotadoras. Los empresarios los consideraban lentos y perezosos, ya que estaban acostumbrados a un trabajo discontinuo, acompasado a ciclos agrarios con faenas variables a lo largo del año. Para someterlos a la disciplina industrial, Iglesia y Estado tuvieron que adoctrinarlos sobre las “ventajas” del trabajo y su poder ennoblecedor. En virtud de esa ética del trabajo, que tan familiar nos resulta desde entonces, la actividad laboral se erige en el más alto deber del hombre y la condición esencial para una vida honesta. 


Las fábricas se convirtieron así en la principal institución disciplinante en la sociedad burguesa, un gigantesco panóptico al modo de Jeremy Bentham, encargado de modelar trabajadores dóciles y obedientes. Como resultado, se garantizaba la ley y el orden que precisaba el capitalismo industrial para su funcionamiento en medio de continuas crisis de expansión y contracción, que sacudieron los cimientos del antiguo orden económico durante el siglo XIX.
En su Investigación sobre la naturaleza y causa de la riqueza de las naciones (1776), Adam Smith supo ver que la clave de la eficiencia productiva industrial residía en la división del trabajo, en la superespecialización de funciones repetidas. Describía una  fábrica de clavos en la que cada operario aportaba, con su trabajo, una minúscula contribución al producto final. Gracias a la destreza adquirida y al no tener que cambiar constantemente de tarea, se ahorraba gran cantidad de tiempo en la ejecución del trabajo. Ya estaba presente ahí el problema temporal: la rutinaria repetición de una tarea simple era el aspecto alienante de la organización del tiempo en la fábrica decimonónica. Todo lo contrario a la satisfacción creadora del artesano gremial en el Antiguo Régimen.

Adam Smith
A diferencia de lo que sucedió en gran parte de Europa, la ética del trabajo duro se adaptó fácilmente al espíritu emprendedor del protestantismo en América del Norte. En aquella tierra de promisión, donde no existía una férrea estructura de clases, cualquier modesto trabajador podía aspirar a ascender en la escala social, siquiera lentamente, mediante su esfuerzo y ahorro constantes. Era la flecha del progreso social. Cuando Max Weber visitó los Estados Unidos en 1904, advirtió que el estilo de capitalismo que practicaban los grandes magnates de la industria, como Carnegie, Rockefeller o Ford, había conseguido canalizar el problema social por un camino distinto a la revolución pronosticada por Marx. Se trataba de una  organización de la empresa al estilo militar, que ya había utilizado Bismarck en Alemania con éxito contra la conflictividad social derivada de la pobreza y el desempleo. 


La empresa adoptaba en ese sistema la forma de una pirámide, con una base muy amplia integrada por gran cantidad de mano de obra, al modo de los soldados de un ejército. En la cúspide se situaba un número reducido de mandos, actuando de manera semejante a los generales. Las órdenes se transmitían por los directivos desde la cima a los operarios situados en el escalón más bajo a través de  eslabones continuos en la cadena de mando, articulada como una estructura burocrática. Esas grandes organizaciones empresariales eran muy estables aunque, en la misma medida, también resultaban bastante rígidas. 
Max Weber
En realidad, la promesa de ascenso se cumplía en ellas muy lentamente. Talcott Parsons, al traducir a Max Weber, utilizó por ello la sugestiva imagen de la “jaula de hierro”. Aún así, existía en ella un orden de acontecimientos predecible que permitía a los trabajadores elaborar una narración lineal de sus vidas, una previsión a largo plazo de la existencia centrada en torno al trabajo. Ciertamente la actividad laboral ocupa un lugar nuclear en la construcción de nuestra identidad moral. Las instituciones socializadoras nos inculcan, desde nuestros primeros pasos, la importancia de la ética del trabajo para la realización personal. La actividad profesional es el referente que otorga sentido a nuestras vidas e  identifica el lugar que ocupamos en el mundo. El trabajo garantiza tanto nuestra subsistencia como la dignidad  personal y el prestigio social que naturalmente asociamos a él. Sin duda, es el aspecto más duradero de nuestra experiencia emocional. Como puede verse, esa concepción del trabajo como eje fijo de un proyecto existencial se acomoda perfectamente al modelo weberiano de trayectoria profesional prolongada en una misma empresa. Dos metáforas muy sugestivas ilustran esa particular forma de concebir el tiempo vital. “Construcción” evoca solidez, estabilidad. El concepto germano de “Bildung”, tan característico de la novela del siglo XIX, nos habla de ese ideal de formación integral de la personalidad desde la juventud, un proceso que marca la línea de comportamiento futuro hasta llegar a un destino. La segunda imagen es la de “carrera”, que etimológicamente significa “camino para carruajes”, como en la madrileña Carrera de San Jerónimo. Enfocada hacia el trabajo, es la senda a través de la cual se canaliza la actividad de toda una vida. No es que permita anticipar los concretos acontecimientos que sucederán pero sí los pasos consecutivos de una movilidad social ascendente.
 Después de la Segunda Guerra Mundial, esa idea de estabilidad social se apuntaló con el Estado del Bienestar. Mediante un nuevo contrato social implícito, se trataba de garantizar la paz social a cambio de la cobertura de las necesidades básicas (vivienda, educación, salud, protección durante la vejez y el desempleo…) para equilibrar las desigualdades sociales. El éxito de ese nuevo modelo en Europa fue tal que ha hecho que consideremos al Estado benefactor como un rasgo consustancial a la democracia y a los derechos políticos de la ciudadanía, una idea que tendremos que ir olvidando. Por el contrario, en el régimen angloamericano siempre se primó el intervencionismo estatal mínimo y los seguros privados. En la confrontación entre ambos, ha resultado finalmente vencedor el paradigma neoliberal. Tras la caída del Muro de Berlín se produjeron cambios radicales que dieron nacimiento al nuevo capitalismo, que ya no es sólo industrial sino principalmente financiero. A partir de entonces enormes flujos de dinero pudieron desplazarse libremente en un mundo globalizado para realizar inversiones multimillonarias, ocupando para ello el vacío de poder producido en inmensas regiones del planeta tras el desmantelamiento de la URSS y la descolonización de los antiguos dominios europeos en Oriente. El nuevo modelo económico produjo rendimientos extraordinarios recurriendo a estructuras empresariales que, a diferencia de las anteriores, ya no eran rígidas y piramidales sino  flexibles, horizontales y en red, fácilmente desmembrables para adaptarse a las necesidades de una producción diversificada y a muy corto plazo. 


Por otro lado, la publicidad ha conseguido estimular un incesante deseo de novedad y variedad en los consumidores. Hemos pasado, por ello, de disponer de una reducida gama de marcas y productos a un catálogo casi infinito en el que el acto de la elección llega a causar vértigo. No es extraño, entonces, que la Filosofía no sea bien recibida en ese gran banquete del consumo desenfrenado porque, como Sócrates en el mercado, nos recuerda cuántas cosas no necesitamos comprar para ser felices. Pero lo que importa destacar aquí es que, en la misma medida que esa nueva producción es esencialmente efímera y desechable, también se han convertido en precarios los empleos disponibles: temporales, a tiempo parcial, externalizados o sometidos a condiciones laborales absolutamente flexibles pero sólo en provecho de la parte empresarial. En ese contexto ya no interesa un Estado vigilante del cumplimiento de las óptimas condiciones de trabajo sino un poder desregulador. Durante los añorados tiempos del Estado del Bienestar-que, al cabo, solo fueron unas décadas-, el capital se benefició de la labor de capacitación y protección de la salud de la población trabajadora que llevaban a cabo los gobiernos. Pero en el mundo globalizado, en el que existe una superabundante mano de obra cualificada y barata disponible fuera de Europa, ya no son precisos aquí grandes contingentes laborales. Antes bien, la deslocalización, el distanciamiento geográfico entre el centro de dirección de la empresa y la periferia productiva, se ha convertido en la seña de identidad del nuevo capitalismo, en el que hay menos trabajo para repartir entre más productores. Ya no son precisos  aquellos numerosos puestos de trabajo intermedios para transmitir y ejecutar las órdenes que encontrábamos en el modelo empresarial prusiano. Ahora basta la comunicación y el control en red, habiéndose destruido muchos de los trabajos que conformaban la base de la pirámide empresarial por la  mecanización de la mayoría de las tareas, incluso de las que antes requerían una interacción humana. En conclusión, la población ocupada ha sufrido un brutal retroceso en Occidente, tristemente sustituida por el frío software electrónico. Las innovaciones tecnológicas  representan la mayor fuente de riqueza para el nuevo sistema productivo, en el que la reducción de personal es unmedio en flagrante contradicción con el objetivo de incrementar el número de consumidores. Las noticias de destrucción masiva de empleo, que el ciudadano medio percibe como una auténtica catástrofe social, son saludadas jubilosamente por los mercados, que premian los temidos ajustes de personal con un alza sustancial en el valor de las acciones. La inestabilidad y el riesgo son ahora los rasgos constitutivos del nuevo modelo económico, altamente valorados por los inversores. Schumpeter habló de la “destrucción creadora” y hay otra expresión de Benett  Harrison que ha hecho fortuna, el “capital impaciente” por obtener rendimientos.


 Debería resultar obvio que, en ese marco socioeconómico, ya no es posible elaborar una narrativa vital coherente porque se ha quebrado la flecha del tiempo. Los empleos vitalicios ya no son más que la excepción que confirma la regla, atrayendo las iras hacia el funcionariado. En las arenas movedizas del mercado laboral precario todo es ansiedad. ¿Cómo construir una identidad fija en ese contexto, asumir cargas familiares, educativas e hipotecarias, contraer compromisos y lealtades con una empresa cuyo propósito es la renovación permanente, o poner en práctica una verdadera vocación profesional? Se dice ahora que debemos ser capaces de asumir diferentes “identidades”, en plural. ¿Era a esa inseguridad desestructurante a la que se refería Nietzsche cuando hablaba del juego de máscaras liberador de la personalidad? Me temo que no. Pero hay otros problemas relacionados con el tiempo vital que desafían la antigua ética del trabajo. Si a mediados del siglo pasado la esperanza de vida era de 70 años y el retiro se producía en torno a los 60-65, ahora que aquella se ha elevado hasta los 80-85 (y, con el pretexto del envejecimiento activo, se ha ampliado la edad de jubilación, exigiendo carreras de seguro todavía más prolongadas y difíciles de cumplir), la vida laboral se está limitando a sólo unos 25-30 años en el mejor de los casos,  un tercio de la vida biológica esperable. A las empresas ya no les interesan los trabajadores de mayor edad y, por tanto, con superior experiencia. Por el contrario, son los primeros afectados por los despidos colectivos. Pero la generación de jóvenes mejor formada de la historia tampoco encuentra empleo hasta muy tarde, emigrando o en condiciones inadecuadas a sus conocimientos. Qué nos puede extrañar ello, si se ha calculado que sólo uno de cada cinco puestos de trabajo disponibles en el mercado necesita titulación universitaria para su cobertura. Por tanto, hemos de dar un nuevo contenido a la ética del trabajo que nos ayude a sobrevivir en este mundo empresarial caótico, en el que el tiempo ya no es racionalizable. Pero tampoco debemos dejarnos seducir por la propaganda neoliberal, que exige sacrificios al trabajador y a sus sufridas familias sin contrapartida alguna. El ejemplo de los países nórdicos demuestra que han podido mantener el crecimiento sin renunciar a la distribución equitativa de la riqueza,  y siguen disfrutando de un envidiable nivel de vida, a  resguardo de las sacudidas de la crisis. Desde mi punto de vista, esta no ha sido la causa de la precarización del tiempo laboral, como tal vez tenderíamos a afirmar apresuradamente, sino un instrumento que ha facilitado el cambio de modelo económico, acelerando y profundizando su implantación.

Richard Senneth echando humo por culpa de los excesos del neocapitalismo
El indicio más claro para mí es que dos grandes sociólogos, Zygmunt Bauman y Richard Sennett, coincidieron por separado en 1998-en pleno boom de crecimiento de la economía mundializada y cuando no se atisbaba ni la menor crisis-, en el diagnóstico de que el nuevo capitalismo, con su radical cambio en la duración de los contratos de trabajo, tiene efectos corrosivos para la personalidad humana. Por tanto, la precarización laboral no constituye un problema puntual y episódico, que desaparecerá cuando algún día se remansen las aguas económicas, sino un rasgo estructural del actual sistema. La pregunta clave es, ¿tiene sentido pagar semejante coste por un crecimiento económico que sólo redunda en beneficio de las élites que manejan en la sombra los mecanismos de poder? No sólo se ha desregulado el espacio laboral, con el traslado de la producción al sureste asiático y a otros lugares a salvo de sindicatos y normativas proteccionistas, sino que también se ha modificado la dimensión  temporal en las vidas de los ciudadanos de a pie en el seno del propio mundo occidental: se ha pasado de una previsión que permitía asumir compromisos prolongados a una vivencia precaria y a corto plazo. Los “señores del  tiempo”-que tienen capacidad para disponer del destino ajeno presionando a gobiernos e instituciones internacionales para que legislen en su interés-, sí disfrutan de una experiencia plena y enriquecedora del tiempo fragmentado.

Deberíamos profundizar en el complejo problema del tiempo para averiguar hasta qué punto no es una dimensión neutra sino manipulable de manera opresora. Como advierte el antropólogo Johannes Fabian-quien inició estos estudios en Time and the Other (1983), aunque enfocados hacia otros problemas distintos de la sociología-, urge elaborar una completa gramática del tiempo para mostrar de manera crítica sus usos políticos perversos. De manera casi profética, Wittgenstein afirmaba, en un comentario al parágrafo 6.52 del Tractatus, que “No es absurdo creer, por ejemplo, que la era de la ciencia y la tecnología es el principio del fin de la humanidad; que la idea del gran progreso es una ilusión, junto con la idea de que finalmente conoceremos la verdad”. Pero quizás no nos convengan demasiado los tonos apocalípticos. Otro rasgo humano que no parece cambiar nunca es nuestra permanente insatisfacción hacia la vivencia del tiempo que en cada momento nos toca vivir. Marx se lamentaba de la pérdida de la estabilidad de que disfrutaban los gremios premodernos que, en realidad, eran un bastión de inmovilismo social. También denunciaba la rutina repetitiva en la fábrica de clavos de Adam Smith, por cuanto que la división del trabajo y su tiempo eficiente suponía una mayor explotación de la clase trabajadora, pero aquellas industrias daban trabajo a una enorme cantidad de población, mientras que ahora se gobiernan por muy pocos operarios desde una pantalla de ordenador. Por su parte, en estos días contemplamos la burocrática jaula de hierro weberiana, que prometía un ascenso social siempre postergado, como un paraíso de soñada estabilidad laboral. Seamos entonces críticos con los hilos del poder que mueven nuestra experiencia cambiante del tiempo pero también constructivos para poder sobrevivir.
Bibliografía:
·Bauman, Zigmunt: Trabajo, consumismo y nuevos pobres, Gedisa, 2000.
· Fabian, Johannes: Time and the Other, Columbia University Press, 1983.
· Sennett Richard: La corrosión del carácter, Anagrama, 2000.
·Sennett, Richard: La cultura del nuevo capitalismo, Anagrama, 2006.
Este texto constituye una comunicación presentada por Encarnación Lorenzo Henández al X Congreso de Filosofía de la AAFI, sobre Filosofía y Crisis, celebrado en Sevilla en septiembre de 2014 y que se publicará en sus actas. Recordad que siempre hay que citar la fuente, por respeto al trabajo de los autores.

Comentarios

  1. Un análisis muy lúcido de cómo los seres humanos somos cultura en casi nuestra totalidad, viviendo el tiempo de una forma pautada por las costumbres, y como muy bien señalas tú, en la sociedad capitalista globalizada de la actualidad, el tiempo es uno de los parámetros más manipulado, ya que se nos insta a hacerlo todo deprisa, aprovechar las oportunidades, pero pensar en el mañana (para vendernos seguros o hacernos un plan de pensiones), mientras el presente se nos escapa de las manos persiguiendo sueños que han sido inculcados en nosotros por medio de la publicidad. Zygmunt Baumann es muy aleccionador en *Tiempos líquidos* al respecto: se gestiona desde fuera nuestro miedo y nuestro tiempo para hacernos cada vez más flexibles, no en el sentido de "tener cintura", sino en el de ser manejables y carecer de una solidez que nos dan ciertos principios anclados en un proyecto vital que necesita algún pilar estable.
    Un artículo muy rico e interesante

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  2. Muchas gracias a ambas por leer y comentar. Suscribo totalmente tus palabras, Mari Angeles, y me adhiero a tus conclusiones. Para cuando este tiempo explotador me lo permita, estaría bien abordar la obra de Fabian sobre el tiempo y la dominación en el concreto ámbito del trabajo del antropólogo. Queda pendiente.

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