EL SUEÑO DE LA UTOPÍA (I). Las bases ideológicas de las utopías del Renacimiento

Las utopías pueden resultar, al mismo tiempo, fascinantes y aterradoras. Por un lado, suponen la valentía de apostar porque otro mundo diferente y quizá mejor resulta posible, y de imaginar los medios necesarios para lograrlo. Por otro, los descorazonadores ejemplos históricos demuestran que los proyectos utópicos, por bien intencionados que comiencen, acaban destruyendo la libertad. La utopía es, esencialmente, una propuesta para tiempos de crisis. Nació con Platón en una Atenas antes gloriosa que ya había perdido su liderazgo, y se reinventó en el Renacimiento cuando la encrucijada de la modernidad lanzó unos retos que no podían superarse con las viejas creencias y valores. En esta entrada y las siguientes hablaremos de este género extraordinario que no cesa de actualizarse en todas sus modalidades, como en la distopía de El cuento de la criada, de Margaret Atwood, o en la utopía de ciencia-ficción Blade Runner 2049.
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I.- INTRODUCCIÓN.
La utopía, como género literario y filosófico, adopta su denominación en el Renacimiento, precisamente a raíz de la extraordinaria difusión, a comienzos del siglo XVI, de la obra más conocida de Tomás Moro. En esa época la literatura utópica adquiere los caracteres que permiten distinguirla de otras figuras afines, como las arcadias y los viajes imaginarios. Entre los rasgos más básicos de la utopía se encuentra la descripción de una organización humana que cuenta con unas instituciones políticas, sociales y económicas radicalmente diferentes a las reales y que se presenta como un ideal con el cual comparar la sociedad a la que pertenecen el autor y los lectores. Esa comparación tiene una finalidad crítica o, al menos, actúa como mecanismo de evasión ante una realidad frustrante, al contrastar con ella la utopía como un modelo de felicidad terrenal. 
Otra convención elemental del género es la ubicación de esa comunidad perfecta en lugares remotos y generalmente insulares, real o metafóricamente, lo que justifica que, hasta la casual visita del narrador, hubiese permanecido ignota y preservada de toda corrupción exterior. Este recurso narrativo del viaje y el naufragio en un lugar desconocido permite al autor argumentar, con cierta verosimilitud, sobre la radical novedad que supone la sociedad descrita y, al mismo tiempo, al criticar solo de manera indirecta  la situación vigente, lo pone a resguardo de la censura política. 
Desde el punto de vista estético, el uso de la narración novelesca hace plausibles los extraños avatares del periplo que conduce al protagonista hasta esa comunidad exótica y perdida en el espacio, -incluso también en el tiempo, como sucede en la ucronía-, y pone ante los ojos del viajero maravillado el contraste de sus asombrosas instituciones con las condiciones vigentes en su sociedad de procedencia. El viajero actúa en la práctica como un antropólogo que aprende a conocer a los utopianos mediante una suerte de observación participante. El protagonista describe en primera persona ese nuevo mundo que descubre en su visita, y retorna a su lugar de origen más sabio tras un renacimiento espiritual, al que implícitamente se invita también al lector. En ese sentido, el sociólogo Karl Mannheim (1893-1947), en "Ideología y Utopía" (1.929), contrapone el concepto de ideología, entendida como ideas políticas estáticas y reaccionarias que sostienen y refuerzan el sistema en el poder, al de utopía, como sinónimo de revolución frente al orden establecido, una fuerza dinámica y progresista que el autor concibe como la salvación para la humanidad, idea recogida por el filósofo Ernst Bloch (1885-1977) en El Principio Esperanza (1959). Desde la perspectiva de estos pensadores, lo verdaderamente valioso es ese espíritu o mentalidad utópica,- o utopismo, en palabras de Cioran-, como una tendencia intrínseca al espíritu humano, la permanente aspiración a transformar la realidad decepcionante, el gran sueño de mejora del presente. 
En esa tesitura, una de las preguntas que deberíamos formularnos es por qué proliferó la utopía como género filosófico, precisamente, desde el Renacimiento, hasta el punto de que este puede considerarse como uno de sus períodos históricos culminantes. Para contestar esa cuestión vamos a examinar la obra de tres grandes humanistas que poseían una aguda conciencia de los problemas de su época: la Utopía de Tomás Moro (1478-1535), La ciudad del sol de Tommaso Campanella (1568-1639), y la Nueva Atlántida de Sir Francis Bacon (1561-1626). Pero antes analizaremos las bases socioeconómicas de esa etapa, y la gran aventura de la conquista de los mares que dio pábulo a la imaginación utópica.

II. LAS BASES SOCIALES, ECONÓMICAS Y CULTURALES DE LA UTOPÍA RENACENTISTA
Siguiendo a Raymond Trousson ( Historia de la literatura utópica, 1995), pueden reseñarse otros componentes secundarios del género utópico. En primer lugar, la reacción contra el sistema económico basado en el uso de la moneda como medio de intercambio, que los autores utopistas de la época consideran una de las principales causas de sus injusticias y desigualdades sociales y que, por ello, se apresuran a desterrar de la ciudad ideal. En ella rige una economía autárquica de base agrícola en la que no tiene cabida el comercio, reputado inmoral. El utopiano es ascético por definición y todo el lujo se destina a resaltar la grandeza de la comunidad.
En segundo término, la regularidad geométrica, que ya estaba muy presente en la República de Platón, domina la disposición del espacio utópico. El número se repite con un designio pitagórico, símbolo de la perfección. Esa misma uniformidad se refleja en la personalidad de los ciudadanos, carentes de individualidad y que, por ello, son capaces de identificarse por completo con el Estado, único poder reconocido en un sistema social en el que no existen clases, minorías, partidos ni disidencias. Por ello, estas sociedades utópicas miran con recelo a los cultos institucionalizados, en cuanto disputan al gobierno civil una parcela de su poder al ofrecer una felicidad ultraterrena que contradice la eudemonía mundana, del aquí y ahora, que encarna la sociedad utópica. En la misma no se admite, así, una religión oficial sino solo una vaga religiosidad basada en el principio de tolerancia y compatible con la veneración a una ciudad casi divinizada, capaz de polarizar las voluntades de sus miembros en torno al Estado. Pero W. Decoo afirma que el propio reconocimiento de la persistencia del fenómeno religioso en la sociedad ideal denota el fracaso del antropocentrismo característico de la utopía, cuya perfección pretendía postularse como suficiente per se para colmar el anhelo humano de trascendencia.
Otro aspecto crucial para lograr la uniformidad social pretendida por la sociedad utópica es el estricto dirigismo estatal. El sacrificio de la individualidad permite conducir a los ciudadanos hacia una felicidad colectiva. Para ello se erige como imprescindible la severa reglamentación de las instituciones sociales más básicas, la familia y la propiedad, hasta llegar al colectivismo en el que se disuelve la personalidad singular. Un instrumento fundamental para culminar tal proyecto es la educación estatalizada desde la infancia, que logra sustituir la naturaleza rebeldemente individualista y anárquica del hombre por otra más solidaria con un proyecto común. Por este motivo, el sistema utópico se nos presenta siempre con una apariencia inevitablemente totalitaria, pues sacrifica  al ciudadano en aras de la deseada armonía social. Esta llega a ser opresiva pero debe ser obedecida porque constituye el legado sacro del Legislador, el sabio sobrehumano clarividente,- el rey Utopos de Moro, Hoh el Metafísico en Campanella o el Gran Salomón de Bacon-, cuyas prescripciones son garantía de un orden inmutable. El resultado de todo lo anterior es que el Estado utópico se sitúa permanentemente fuera del tiempo real, anclado en un pasado mítico que el presente actualiza, limitándose a perpetuar su pretendida perfección sin posibilidad alguna de evolucionar.

Si lanzamos una mirada gestáltica, una  lectura en negativo de esos rasgos, veremos emerger, con asombrosa nitidez, todos los temores provocados por una época de cambios radicales y acelerados que pusieron fin al viejo orden medieval. Así, el fuerte desarrollo del capitalismo incipiente, basado en una economía monetaria que enriqueció a la burguesía urbana, frente a una sociedad previa predominantemente agraria, con clases sociales rígidamente estratificadas, lo que aseguraba que el poder se mantuviera siempre en manos de la aristocracia terrateniente. Por otro lado, frente al modelo social unificado y cohesionado bajo el monarca medieval, que unificaba poderes civiles y religiosos, lo que hacía que el todo se considerase preferente a las partes componentes, como en la metáfora del cuerpo y la subordinación de sus miembros, el nuevo orden político y económico propugnaba un individualismo egoísta que, supuestamente, beneficiaría a la colectividad. También se enfrentó el mundo moderno a los graves problemas derivados de la fractura de la cristiandad, con el cisma y las guerras de religión, fruto de la utilización de las creencias religiosas como medio de control social. Y, en definitiva, la añoranza de la estabilidad ante una etapa de cambios incesantes que cuestionaban todos los valores conocidos y, especialmente, la evidencia del fracaso del ilusionado humanismo temprano de Pico della Mirandola (1463-1494). Con ello podemos comprobar que la literatura no constituye una esfera autónoma y separada de la realidad que deba valorarse solo bajo criterios técnicos especializados, como los de la crítica filológica. Antes al contrario, como defiende el Nuevo Historicismo, los textos literarios forman parte solidaria del continuum social y, por ello, tienen la utilidad y estatus de documentos históricos, en cuanto se hallan impregnados de las ideologías en pugna en una sociedad y momento histórico dados. Así puede llevarse a cabo con ellos la "descripción densa", definida por el antropólogo Clifford Geertz, para interpretar las ansiedades e incertidumbres de una cultura en crisis ante los desafíos derivados de estructuras de creciente complejidad. Al hacerlo así, lo que aparece ante nuestra vista no es el pretendido radicalismo de las utopías renacentistas, con su sueño transformador del mundo, sino un mensaje más bien conservador, en alguna medida el anhelo de un mundo ya caduco en que el monarca actuaba como una figura paternal para el reino, garantizando la unidad social, y una propuesta de someter a control el individualismo capitalista y su nuevo paradigma del homo oeconomicus entonces aún no consolidado y aceptado.Quizá los utopistas del Renacimiento también pretendían ofreceer un contrapunto que compensara las disfunciones del nuevo orden de cosas.

III.- LOS PRECEDENTES DE LA UTOPÍA RENACENTISTA.
La República , las Leyes , el Timeo y el Critias platónico son los textos de referencia obligada para la utopía renacentista. En ellos ya se perfilan con claridad el dirigismo social, el eudemonismo colectivo, el institucionalismo, el ideal comunitario y el sistema de educación pública como elementos identificadores. No en balde, también Platón vivió en un mundo que se derrumbaba, entre el fracaso de los sueños del siglo de Pericles, ejemplificado con la muerte de su maestro Sócrates, y la nostalgia del orden aristocrático que todavía encarnaba la victoriosa Esparta. En la República y las Leyes, Platón diseña el esquema utópico de forma puramente teórica. En el Timeo y el Critias, por el contrario, mediante el mito de la Atlántida, el filósofo da vida a su propuesta poniéndola en funcionamiento en el que quizá sea el mito con mayor poder de fascinación en la cultura occidental. Aunque la intencionalidad de esta fábula era obviamente política y moral, el potente simbolismo de la Atlántida evoca en nuestra imaginación algo mucho más excitante, la idea de una sociedad avanzada que no logró superar el embate de las fuerzas de la naturaleza y cuyo recuerdo se borró para siempre. Por ello no es extraña esa febril busca de la supuesta Atlántida real que pudo servir a Platón de ejemplo. Hasta los pensadores más serios han sucumbido al encanto de ese mundo remoto y perdido, que causó verdadera sensación en el apogeo de las dos grandes eras de la colonización. Francis Bacon tituló como Nueva Atlántida la última gran utopía del Renacimiento en 1626, y el antropólogo Leo Frobenius, ferviente lector de Platón, anunció en el New York Times, en 1911: Encontrada evidencia de la existencia del  legendario continente de la Atlántida de Platón. ¿Qué llevó a este gran estudioso de las culturas africanas a realizar ese anuncio sensacional y rotundamente falso en relación a Benin? En la segunda mitad del siglo XIX había resurgido otra vez con fuerza el mito atlántico. La novela Veinte mil leguas  de viaje submarino, publicada por Julio Verne en 1869, describía el encuentro de sus protagonistas con los restos sumergidos del continente perdido. Pero el libro que definitivamente desató la “fiebre atlántica” fue El mundo Antediluviano (1883) de Ignatius Donnelly, que proclamó que la Atlántida había sido el origen de todas las civilizaciones. 

Desde entonces todo fue la búsqueda incesante de su posible ubicación de la Atlántida. Además de la América que cantara Jacinto Verdaguer, Temier constató que, hacia el final de la era cuaternaria, se hundió una vasta región al oeste del estrecho de Gibraltar, donde se encuentran las Canarias, aunque en tal caso no habrían podido registrar el fenómeno los sabios egipcios de Sais que compartieron el secreto con Solón. También Tartessos, el mítico reino peninsular, fue señalada por el arqueólogo Adolf Schulten como la sede de la Atlántida y, aunque no se ha comprobado ningún fenómeno geológico de hundimiento, también James Cameron busca sus restos en Doñana. 

Una tesis más probable es que Platón tomara como ejemplo la aterradora experiencia de la isla de Thera o Santorini, cercana a Creta, que hacia el 1.450 a. C., más de mil años antes, sufrió un cataclismo de tal magnitud que no se tiene constancia histórica de otro semejante, ni siquiera la erupción del Krakatoa en 1883, y cuyo hundimiento parcial supuso el comienzo de la destrucción de la civilización egea, que dio paso al mundo homérico. Dicho suceso corresponde a un período en que en Grecia se perdió la escritura,- entre los años 1.200 y 800 a. C. -, para adoptarse después el alfabeto fenicio.  Se trataba, como la Atlántida, de una cultura rica y eminentemente volcada al mar, y fue sustituida por la civilización micénica, ejemplo ideal de Platón y cuyas gestas heroicas cantó Homero. 

Pero el fin de Platón era la recuperación de ese pretérito idealizado como reacción al declive de los valores tradicionales en la corrupta sociedad de la Atenas del siglo IV a.C., y en modo alguno le guiaba el afán de dar paso a un futuro radicalmente novedoso. Llaman poderosamente la atención esos paralelismos históricos entre la época de Platón y la de los utopistas del Renacimiento, y cómo la reacción de estos pensadores fue la misma. Aunque quizá no resulta del todo extraño, porque la herencia cultural de la antigüedad grecorromana, propia de una civilización muy sofisticada, fue la herramienta que utilizó la modernidad para hacer frente a las nuevas exigencias que hacían inaplicables las soluciones heredadas de la época medieval.

IV. UTOPÍA Y DESENCANTO
Pero en la historia cultural todo es repetición al mismo tiempo que diferencia. Como indica Trousson,  entre la antigüedad griega y la era de los humanistas transcurrieron los siglos sin que surgiesen nuevas utopías. La razón reside, para este autor, en la profunda transformación de la mentalidad histórica, al haberse sustituido el tiempo cíclico del eterno retorno, propio de la visión grecorromana, por el mito de la Tierra Prometida en la era cristiana. Esa esperanza en la retribución del bien y del mal en el más allá resultaba incompatible con la realización mundana de la felicidad propia de la utopía. Esta no renacería en el siglo XVI, por tanto, por la sola ampliación de los horizontes geográficos en la era de los grandes descubrimientos. Para Trousson, es el debilitamiento de la fe en la predestinación, con el correlativo fortalecimiento del antropocentrismo, el que mejor explica el nacimiento de la utopía moderna, que ya no busca la restauración de una ciudad ideal del pasado sino un reino de Dios en la tierra en respuesta a las dolorosas disfunciones de un tiempo de profunda crisis. Pero la utopía misma es un terreno de insalvables contradicciones, de ilusión y fracaso. Escribía Maquiavelo, en 1.513, antes de la publicación de las grandes utopías renacentistas que analizaremos, que:
"siendo mi propósito escribir algo útil para quien lo lea, me ha parecido más conveniente ir a la verdad real de la cosa que a la representación imaginaria de la misma. Muchos se han imaginado repúblicas y principados que nadie ha visto jamás ni se ha sabido que existiesen realmente; porque hay tanta distancia de cómo se vive a cómo se debería vivir. que quien deja a un lado lo que se hace por lo que se debería hacer, aprende antes su ruina que su preservación ....Por todo ellos es necesario a un príncipe, si se quiere mantener, que aprenda a poder ser no bueno y a usar o no usar de esta capacidad en función de la necesidad ".
Un intenso peso social debieron de tener aquellas importantes obras de la literatura utópica cuando Kant se vio obligado a recordar, casi tres siglos después:
"Es dulce cosa imaginarse constituciones políticas que correspondan a las exigencias de la razón (especialmente en lo que se refiere a la justicia); pero exorbitante proponerlas en serio, y punible incitar a un pueblo a que derogue la existente ... Es un dulce sueño esperar que un producto Estado, como estos utópicos se dará algún día, por lejano que esté, en toda su perfección, pero el irse aproximando a él no sólo es pensable, sino ,en la medida en que es compatible con la ley moral, deber, no ya del ciudadano , sino del Jefe del Estado."
Para Eugenio Imaz, sin embargo, estas palabras anuncian la muerte de la utopía puesto que la convierten en realidad, pero a la vez le imprimen un giro copernicano en cuanto que la desplazan, desde un lugar inexistente y del reino de las ideas, a un futuro posible y realizable. Ello permitiría convertir en positivas las decepcionantes experiencias del comunismo y de la tecnocracia de la sociedad tecnológica avanzada que han utilizado la utopía como ideología. Los utopistas del Renacimiento, que creyeron profundamente en la bondad de sus proyectos, se comportaron, en cierta medida, como aprendices de brujo. El mito de Frankenstein, con el monstruo que esclaviza a su creador, tiene aquí plena aplicación. El precio de la igualdad social, la abundancia y la felicidad por decreto puede llegar a ser el totalitarismo, con independencia de cuál sea su signo político. La utopía, para subsistir, debe respetar la libertad consustancial al hombre renunciando a su manía por la regularidad, a su obsesión eugenésica y al opresivo dirigismo estatal, pues la vida es esencialmente variedad, diversidad y capricho. La nueva función de la utopía se perfila más bien como creadora de metáforas liberadoras y como una continua llamada a la perfectibilidad del mundo frente al conformismo ante un presente estancado y estéril, repensando radicalmente nuevas instituciones que contribuyan a la realización de lo verdaderamente humano. Como indica Karl Mannheim, si el hombre abandona la utopía, perderá la facultad de esculpir la historia y, al propio tiempo, su facultad de comprenderla.

En próximas entradas veremos cuál fue el compromiso de los pensadores renacentistas, Moro, Campanella y Bacon, con el cambio social, y su contribución a la compleja y apasionante historia de la utopía. Aquí tenéis los enlaces: https://anthropotopia.blogspot.com.es/2017/09/la-utopia-de-tomas-moro-y-la-ciudad-del.html para Moro y Campanella.

Comentarios

  1. ¡Imprescindible aporte! La Filosofía no puede ni debe renunciar a su vocación utópica. La Utopía es un sueño de la razón, como el propio "fundador" Ateniense escribe. Pero la Filosofía no debe olvidar que Utopía es señora de noble frente y manos ensangrentadas porque en su nombre se sacrifica la humana diversidad y la sagrada independencia, soledad e insolidaridad del individuo, se sacrifica en el altar del Estado deificado, el más frío de todos los monstruos fríos, al colectivismo gregario.

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  2. Sobre la Utopía de Moro. En la misma Quinta pueden encontrarse más ensayos sobre el tema:
    http://quintadelmochuelo.blogspot.com.es/2014/05/tomas-moro-twitter.html?m=1

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  3. Muchísimas gracias, José, por tu comentario y por los enlaces a esos excelentes artículos de La Quinta del Mochuelo. Totalmente de acuerdo con esa ambivalente sensación que provoca la utopía: imprescindible como potencial revolucionario y peligrosa por el totalitarismo.

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  4. Estoy también de acuerdo con el profesor, y reitero la necesidad de conocer las utopías para llegar a las amargas distopías, de las que podemos ver ya algunos rasgos siendo plena realidad.

    Respecto a los trabajos de la Quinta del Mochuelo, les echaré también un vistazo.

    Saludos

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  5. "La vida es esencialmente variedad, diversidad y capricho", se puede aplicar perfectamente al conflicto entre el padre y el hijo en el desenlace de "La lego película", un ejemplo de utopía contemporánea. ..ilustrada con juguetes de marca.Imprescindible. María Lorenzo.

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